LA TERCERA
La lucha por la libertad
«La democracia sin libertad es una forma de tiranía. Lleva consigo el abuso del poder, la división étnica e incluso la guerra. Frente a un difundido virus antilibertad, debemos restaurar la democracia constitucional»
Trump, nunca es suficiente
¿Un TC arbitrario y parcial?
La libertad lleva a la democracia, pero la democracia no siempre lleva a la libertad. Y la discusión política gravitará siempre en torno a la libertad (Kelsen). Su conquista y defensa, y los derechos asociados a ella, están íntimamente unidos a la relación entre la soberanía y la Constitución. Lo que se articula en el Estado o democracia constitucional (en el término de la doctrina alemana, Verfassungsstaatlichkeit; Häberle).
Las democracias no liberales o pseudodemocracias obtienen legitimidad y fuerza, porque son razonablemente democráticas. El mayor peligro que plantean es que desacreditan al Estado constitucional en un grave error de previsibles consecuencias. La democracia plena es posible solo si se limita el poder en beneficio de la libertad del individuo y el ejercicio de poder se basa en el derecho, en reglas y procedimientos, para que sean estos los que delimiten lo que es jurídicamente admisible (Böckenforde).
Sin embargo, regímenes, frecuentemente reelegidos o reafirmados mediante referendos, ignoran cada vez más los límites constitucionales de su poder. Occidente, asociado al concepto de libertad individual y sus garantías desde las revoluciones de finales del siglo XVIII, a partir de las concepciones político-jurídicas de la Grecia clásica, la Roma republicana y el cristianismo (Nemo), está mutando hacia una versión renovada del «capitalismo de Estado» en forma colectivista o corporativista.
El dilema sigue siendo el que planteara Engels a partir de una frase de Saint-Simon hace doscientos veinticinco años (Sabine). Preferir el gobierno de las personas o preferir la administración de las cosas y la dirección del proceso de producción. Optar entre democracia o tiranía (por la izquierda o la derecha). En el problema de la garantía de la libertad, subyace el principio filosófico-político fundamental de «la identificación de la voluntad de uno con la voluntad del pueblo» (Arendt). En última instancia, el conflicto surge de la idea de que, si la soberanía es superior y absoluta, ¿cómo se la va a limitar? Pero, si una comunidad pretende organizarse en un régimen de libertad y democracia, la respuesta es que la soberanía, aunque resida en el pueblo, no puede ejercer su derecho de forma ilimitada. El mandato del soberano que, periódicamente, recibe un grupo en el Estado para ejercer el poder es delegado y limitado, para evitar que los mandatarios traicionen su confianza y lo suplanten, ahogando su libertad. La democracia «real» es inseparable de la libertad «individual».
Desde Herodoto, la democracia ha significado en primer lugar el gobierno del pueblo, traducido como proceso de selección de gobernantes (Tocqueville, Schumpeter, Dahl). Los gobiernos elegidos «pueden ser ineficaces, corruptos, miopes, irresponsables, dominados por intereses creados e incapaces de trabajar por el bien público» (Huntington), pero esto no los hace inevitablemente «dictatoriales». Precisamente, para contener esta amenaza, entra en la historia el concepto de Estado constitucional. Éste se centra en los objetivos del gobierno y en la limitación del poder, no tanto en los procedimientos para seleccionar gobernantes. Se refiere a la idea propiamente occidental que intenta proteger la autonomía y la dignidad de los individuos contra la coerción, sea cual sea su origen. El término vincula dos ideas estrechamente relacionadas. Es liberal porque se apoya en la raíz filosófica que parte de la libertad individual. Es constitucional porque descansa en el tradición jurídica del imperio de la ley.
La tensión entre democracia y libertad se articula en el alcance del poder gubernamental. Conforme los países se hacían democráticos, se tendía a creer erróneamente «que se ha concedido demasiada importancia a las limitaciones del propio poder» (Stuart Mill). Sin embargo, importantes pensadores vieron en esta relajación una amenaza contra la libertad. En una democracia, «el peligro de opresión» procede de «la mayoría de la comunidad» (Madison), de «la tiranía de la mayoría» (Tocqueville).
Lukashenko, elegido presidente de Bielorrusia por una mayoría aplastante en 1994, cuando le preguntaron sobre una limitación de sus poderes, respondió: «No habrá dictadura. Soy del pueblo y voy a estar a favor del pueblo». En ese cargo sigue desde entonces. Y no es el único. En 1998 (Zakaria), 118 de los 193 países del mundo estaban calificados como democracias plenas y abarcaban una mayoría de su población (casi el 55 %). En 2022, la población que vivía así era ya solo el 29 % de la humanidad. Y la situación sigue deteriorándose desde entonces.
Una vida cívica en libertad individual y democracia real solo es posible en el Estado constitucional. La tendencia de los gobiernos democráticos a creer que tienen soberanía y no un poder limitado hasta que sean sustituidos por otra mayoría hace que perciban a su oposición política y a la parte de la sociedad que la sostiene más como enemigos que como adversarios, y se desenvuelven a menudo por medios extraconstitucionales con tal de mantenerse en el poder. La dictadura de partido que ha sido moneda común en los últimos setenta años en el mundo no occidental parece haberse inoculado en algunos países del llamado «mundo libre».
Muchos políticos occidentales han asumido sin rubor su deseo de atesorar poderes extraordinarios para aplicar su ideología. Pero, excepto en emergencias como una guerra, el autoritarismo es incompatible con la libertad y la democracia. Las constituciones tienen también el objeto de moderar las pasiones del pueblo, creando gobiernos no sólo democráticos, sino deliberantes. Si los políticos y sus agentes no cumplen su rol en este aspecto, los ciudadanos percibirán la Constitución como un papel sin valor. Hoy, los procedimientos que inhiben la democracia directa se consideran que amordazan la voz del pueblo. Vemos en todas partes variaciones de la misma cuestión mayoritaria. Pero lo malo de los sistemas donde el ganador se lo lleva todo es que se lo lleva realmente. Por eso, la única legitimación no puede ser el logro del poder, sino el modo de su ejercicio. Y este ha de venir necesariamente limitado por otros poderes para que la vida cívica, en libertad y democracia, sea posible.
Debemos reanimar el constitucionalismo. No podemos dejar de vivir en un modo verdaderamente democrático. Los dictadores y regímenes totalitarios que subsisten no pueden seguir extendiendo su influencia. El último de los períodos de desencanto, la Europa de entreguerras del siglo XX, fue aprovechado por demagogos, muchos de los cuales fueron inicialmente populares e, incluso, elegidos. Si se sigue el camino de lesionar la libertad (por la izquierda o la derecha), los problemas de gobierno en el siglo XXI acontecerán en primera instancia dentro de los Estados democráticos. Las tiranías con cierto florecimiento económico no pueden ser un paradigma para el individuo occidental, salvo que desee volver a una vida de 'neoservidumbre' (Hayek) o 'neofeudalismo' (Minc).
La democracia sin libertad es una forma de tiranía. Lleva consigo el abuso del poder, la división étnica e incluso la guerra. Frente a un difundido virus antilibertad, debemos restaurar la democracia constitucional, trabajar para que no haya alternativas respetables, hacer tarea la defensa de la libertad y la democracia, el Estado constitucional, como la mejor y más digna forma de vida política.
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