La huella sonora
El ruedo
Se trata de llevar el miedo a cuestas, vivir sabiendo quién eres y qué defiendes
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La muerte del animal es lo de menos. Es imprescindible, pero la cosa no va de eso. Al fin y al cabo, todos los animales mueren tras cumplir la utilidad que el ser humano les ha encontrado. A unos nos los comemos al ajillo, otros ... fallecen tras una vida haciéndonos compañía y otros mueren en la plaza. Solo es eso. Pero la muerte es inevitable. También la nuestra. Lo importante de los toros es comprender que la vida es un ruedo en el que te han tirado sin tu consentimiento. Y ahí te ves tú, luchando contra la muerte solo, sin demasiada ayuda y haciendo lo que puedes armado solo con un trapo y un misterio. Se trata de saber pasar miedo y de recibir los problemas sin descomponer la figura. Es decir, sin perder la dignidad ni la compostura. Y comprender cuanto antes que, tras recibir una cornada, solo queda una alternativa que es, por supuesto, recibir otra y luego otra. Y como eso no es negociable, lo que importa es aprender a ponerse en la cara del toro, bajar la mano, hundir el mentón en el pecho, jugarse la bragueta e intentar que el toro pase por donde quieres que pase sabiendo que posiblemente no lo haga. Y entonces estás muerto.
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Por eso, lo más importante no es el qué. En la muerte estamos todos juntos, al fin y al cabo, el ser humano es solamente eso que nace, crece, ve ganar Copas de Europa al Madrid, se reproduce y muere. Lo que nos diferencia a unos de otros no es la muerte, sino la vida. No es el qué sino el por qué. Y no encuentro nada más importante para la educación de una persona que haber sido formada para enfrentarse a la vida –a la muerte– en torero. Hay que despertarse en torero, caminar en torero, pedir un café en torero y decir que no al teleoperador en torero. Se trata de llevar el miedo a cuestas, vivir sabiendo quién eres y qué defiendes. Pero más importante aún: sabiendo quién no eres. Y, como consecuencia, qué no defiendes ni vas a poder defender jamás.
Y resulta que solo puedes ser tú mismo. Es una losa, un castigo, la maldición más bonita del mundo. La incapacidad de ser aquello que no eres es la base de todo. Y el reto principal es comprender que solo se trata de llegar al punto de partida, a la honestidad total, a la pureza de un concepto, que es la propia identidad, aquello que te ha sido dado. Fuera de eso no hay sino mentira, artificio y engaño. Y, por eso, si hay que renunciar al trofeo, se renuncia. Y si hay que renunciar a la temporada, pues al campo. A lo único que no se puede renunciar es al estilo, que es la parte visible de tu personalidad, es Dios haciéndote señas. Por eso, mientras vivamos, hemos de hacerlo anclados a ello, dando las ventajas, citando a la verdad de frente, ofreciendo el pecho y negándonos a irnos de rodillas, a torear en redondo y a citar a la vida de espaldas como saltimbanquis.
No todo es relativo. Solo hay una verdad y no depende de nada. La tauromaquia es la escuela que te enseña que no se pueden hacer concesiones con uno mismo, que no se puede aparcar la verdad para ganar, que no hay relativismo en la pureza, que no hay excepciones en la hondura y que no valen canas al aire con Dios. Fe y obediencia van juntas porque la fe es la confianza en que lo que nos mandan tiene sentido. Y ahí entra la obediencia. Por eso la valentía no es la causa sino la consecuencia de haber comprendido. No es el fin sino el medio. A través de ella buscamos la belleza, que es la vida con sentido. Y todo esto es un burdo intento.
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