San Sebastián en La Puebla
En este rincón de Sevilla todo es Morante, la expresión de agradecimiento de un pueblo porque lo hayan puesto en el mapa. El diestro devuelve el gesto siendo el mejor cicerone posible para este día de fiestas patronales, de chupinazo, encierro y aperitivo, abriendo las puertas de su casa a unos visitantes que se ven a un paso de alcanzar la categoría de 'grupis'
Un abrazo victorioso, una jornada memorable: «Gracias por volver, Morante de la Puebla»
La gallardía de un forcado portugués y la dificultad de un encierro demodé

Hay una guerra civil en los libros de Preston o Payne y otra en 'La vaquilla' de Berlanga. Hay un Hemingway en Pamplona, o un Orson Welles en Ronda, y un Dominguín en Finca Vigía o en el dormitorio de Ava Gardner. Hay una España de 'trenes-bala' japoneses y otra de chupinazo, procesión, encierro, paella, novillada y baile. Y hay un día y un lugar, el de San Sebastián en La Puebla del Río, en que da tiempo a conocerlas todas.
Porque si uno quiere aprovechar el día, y vaya si uno quiere, tiene que coger el rojo y resplandeciente Iryo de las siete menos diez, de noche y con un frío de los ochenta, para bajar en Santa Justa a las nueve y media, ni un minuto más tarde, con catorce grados y un sol de primavera. No creo que en Suiza puedan hacer el trayecto ni mejor, ni más rápido, ni más limpio, ni más preciso. O, dicho de otro modo: nosotros ya tenemos sus trenes pero ellos nunca van a tener Sevilla.
Como todo está pensado en este día perfecto, el trayecto en coche, atravesando las rotondas de Coria del Río, lo va trayendo a uno de vuelta a la España que conoció antes de la olimpiada y de los fondos de cohesión. Esa España que desvió el cauce del Guadalquivir justo en los campos de Tablada, donde Juan Belmonte, de niño, cruzaba el río a nado desde los Remedios para poder dar unos capotazos sin ser visto a los toros que, pacientes en la dehesa, esperaban su turno de entrada al matadero, para construir una base militar.
Una vez en La Puebla uno no necesita bajar del coche para darse cuenta de que el pueblo se ha ido a dormir con su traje de gala puesto y poco a poco se va desperezando. Un cartel rojo y azul da la bienvenida al visitante con su 'Viva la Puebla del Río' en letras blancas justo encima de los tablones que delimitan el recorrido del encierro desde el ayuntamiento hasta la plaza portátil que se ha instalado como destino de mozos y novillos para el festejo de la tarde. Pero uno no se puede entretener con eso ahora porque hay que dejar el coche y tomar un café, una cuña y un anís. Para lo primero bajamos hasta la ribera del Guadalquivir por una cuesta que después, en sentido contrario y a pie, lamentaremos, donde nos reciben las puertas de Huerta de San Antonio, la casa de Morante en La Puebla.
«Esto es como venir a ver a Elvis a Graceland»
Bermejo tiene la primera revelación justo en ese momento: «Esto es como venir a ver a Elvis a Graceland». Un empleado de plantón entreabre la verja con un folio en la mano y nos pregunta el nombre. Naturalmente no estamos en la lista, sobre todo porque, como Bayort comprobó al salir a pie, en ese folio no había nombre alguno. Ahora que lo pienso, estoy seguro de que, cada vez que me han parado en un acceso para comprobar mi acreditación, el tipo en cuestión está mirando la lista del Mercadona que su mujer le ha encargado esa mañana. El caso es que nos deja aparcar y, con una sensación entre el miedo, el respeto y la devoción, a pasitos muy cortos y con los hombros encogidos, entramos por un camino de albero, dejando la casa principal a nuestra izquierda, hasta una placita de toros con techo de chozo sobre los tendidos, típico de las casas de la marisma de Doñana, según me dijo Alberto García Reyes, con el Guadalquivir de fondo. No sé qué hubiera sido de Stendhal si llega a estar con nosotros esa mañana.
Pura devoción
Sobre lo que deben de ser unos pequeños chiqueros, supervisando el encierro de los erales para los festejos, hay unos operarios y, entre ellos, se puede adivinar la silueta de Morante. Como no queremos interrumpir, al menos no de momento, dejamos toda esa belleza atrás y nos dirigimos al ayuntamiento a ver el chupinazo y el encierro. En el trayecto, todo es Morante: los adornos de las casas, el nombre de las peñas locales… la expresión de agradecimiento de un pueblo porque lo hayan puesto en el mapa. «Se apellida Morante y es de La Puebla del Río» o, como diría Cuerda: «¡Morante, todos somos contingentes pero tú eres necesario!».
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Una vez en la azotea del ayuntamiento, donde un encargado con un folio en blanco ha vuelto a comprobar nuestros nombres, y apenas repuestos del fervor popular por su patrón (y no me refiero a San Sebastián o no sólo), somos testigos del reconocimiento y el respeto de una profesión entera. La cumbre del escalafón taurino sí tiene su folio relleno con un 'check' a la derecha de cada nombre: aquí Daniel Luque, allí Pablo Aguado con Talavante, Fran Rivera para el chupinazo… sólo falta Curro «pero no porque no quiera, que le hubiera encantado, sino porque esto es mucho trajín», me dice Alberto.
El olor a incienso y la música de Semana Santa anuncian la llegada del Patrón (esta vez sí es San Sebastián), que se sitúa en una plataforma habilitada como una especie de presidencia en una bocacalle del recorrido. Fran cumple con su función y el chupinazo lanza un encierro que, como dice Bayort, «es rápido y sin incidentes que destacar». «Antes no había encierro ni novillada ni arroz en la plaza. Todo esto es de Morante», me dice Vicente Zabala y no sé si escucho o imagino a todo el pueblo cantando: «¡Cómo no te voy a quereeeeer!».
En casa del maestro
Ya de vuelta en Huerta de San Antonio Morante nos recibe a la entrada. Lleva una chaqueta marinera abrochada hasta arriba y una boina, como un francés del Maquis con ochenta años de retraso. Nos acompaña al interior por el mismo paseo de albero de la mañana pero, esta vez, llegamos al portalón que deja el Guadalquivir al otro lado. «Aquí es donde se hizo aquellas fotos con unos vaqueros remangados toreando una becerra», dice Zabala, y uno no deja de preguntarse dónde está Chaves Nogales cuando se le necesita.
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La comida, que empieza justo cuando Morante da la bienvenida a doña Elena de Borbón, es soberbia a base de jamón, queso, tortilla y unos garbanzos dignos de Lhardy cuando era Lhardy, pero uno come todos los días y sólo en ese momento puede pasear por casa del que todos los que estamos allí consideramos el mejor torero de todos los tiempos. Todo es armónico, todo encaja, todo parece haber sido construido hace dos siglos, pero Bayort nos saca del error: «Cada parte de la casa la ha ido incorporando el Maestro a lo largo del tiempo. Se ha tomado mucho interés personalmente y el resultado es lo que veis». Hasta el despacho de Joselito 'el Gallo' que Morante trasplantó a su casa como si de un altar se tratase, pareciera construido allí mismo pero en 1920. En el salón principal ocho vitrinas encastradas en la pared de piedra, cuatro a cada lado de una puerta de madera imponente que da paso a un segundo salón, custodian otros tantos trajes de torear del Maestro y uno ya cree que está a un paso de alcanzar la categoría 'grupi' porque pareciera no haber visto ninguno en la vida.
El último regalo
Después de la comida, es Doña Elena quien tiene el honor de presidir la novillada y a mí me recuerda a Amelia de la Torre en 'La vaquilla' y su conversación con Agustín González después de las banderillas de Limeño II: «¿Tienen o no tienen cojones mis hombres?» «¡Muchos! No hay más que ver el bulto que les hace en la taleguilla». Los toreros locales son voluntariosos, se llevan sus correspondientes orejas y regresamos a casa de Morante para la despedida.
Todo es armónico, todo encaja. Hasta el despacho de Joselito 'el Gallo', que Morante llevó a su casa como si de un altar se tratase, parece construido allí
Pero aún falta un último regalo (y nunca mejor dicho). Porque es San Sebastián, luego 20 de enero, y Garci cumple 80 años ese mismo día, así que a Pedro Marqués (el portugués que, si no existiera habría que inventarlo) y al propio Morante se les ocurre que, ya que voy a pasar por su casa a la vuelta, le lleve un regalo de cumpleaños. En un abrir y cerrar de ojos, Pedro trae un capote del Maestro y éste se lo dedica «a su amigo J. Luis Garci siempre con gratitud». De un genio a otro genio. Si Orson Welles y Hemingway tenían a Ordóñez y Peter Viertel, uno de los amigos peligrosos de Garci, tenía a Dominguín, mi amigo ya tiene su propio torero, el mejor de todos los tiempos.
Dejamos atrás Huerta de San Antonio, nos subimos a otra 'bala roja' de Iryo, que sale y llega justo en hora, y uno no puede dejar de preguntarse con angustia qué va a ser del resto del año si es día 20 de enero y ya ha estado en casa de Morante de la Puebla.
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