Editorial
Legislar el entorno digital
Los derechos de las personas y de las empresas no pueden verse expuestos a abusos y riesgos indeseados por el mero desarrollo de las nuevas tecnologías
El mundo cambia a mayor velocidad de la que pueden asimilar el legislador e incluso los propios jueces. El desarrollo tecnológico está propiciando que cada vez sean más las realidades que nos enfrentan a dilemas difíciles de resolver, también desde un punto de vista jurídico. Esta semana hemos sido testigos de cómo el juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz ordenaba el cierre de la plataforma de mensajería digital Telegram para revocar su propio auto apenas unos días después. La decisión original del magistrado respondía a una denuncia presentada por Mediaset, Atresmedia y Movistar+ en la que acusaban a la plataforma de alojar contenidos ilegales protegidos por derechos de autor. La primera decisión del juez resultó evidentemente desmesurada y Pedraz se vio obligado a anularla con un volantazo que fue también acatado por la Fiscalía.
Este precedente tiene valor por cuanto expresa las dificultades crecientes que existen para legislar y juzgar sobre y en los entornos digitales. El ámbito de las comunicaciones es un contexto singularmente complejo en el que con mucha frecuencia colisionan derechos fundamentales. El derecho a la privacidad o a la libertad de expresión y acceso a la información entran con frecuencia en competencia con otros derechos que deben ser pertinentemente protegidos. Asimismo, la libertad de empresa debe hacerse compatible con la custodia de una serie de garantías democráticas que no pueden exponerse a riesgos indeseados por el mero desarrollo de las nuevas tecnologías. Acotar con precisión los escenarios y los bienes jurídicos es una tarea harto complicada y al mismo tiempo imprescindible. En ocasiones, el contenido ilegal puede ser un material protegido por derechos de autor pero otras veces son contenidos directamente vinculados con terrorismo o abusos sexuales. Establecer un protocolo de control mesurado y garantista es, pues, imprescindible.
En Europa existen precedentes de regulación relevantes en lo que atañe a los contenidos ilegales alojados en plataformas. En el año 2018, por ejemplo, la Comisión Europea adoptó una serie de recomendaciones para combatir los contenidos ilícitos en línea. Asimismo, tanto la Ley de Servicios Digitales (DSA) como la Ley del Mercado Digital (DMA) son proyectos destinados a crear entornos digitales seguros al tiempo que intentan proteger unas condiciones de competencia equitativas para las empresas del sector. A una circunstancia ya de por sí enormemente cambiante debemos sumar el agravante de que, con frecuencia, las grandes tecnológicas representan intereses estatales de forma más o menos indirecta. El impacto social que pueden tener estos gigantes empresariales sobre la sociedad las convierte en actores políticos de primer nivel y la exigible cooperación entre plataformas, usuarios y administraciones nos sitúa ante un nuevo paradigma regulatorio y, sobre todo, de uso. En el caso de Telegram, una empresa cuya matriz se aloja en las Islas Vírgenes, la falta de colaboración ha sido persistente y contrasta con el proceder de otros operadores digitales.
El conato del juez Pedraz y su posterior enmienda expresan, sin duda, un desconocimiento efectivo sobre la realidad juzgada. Para poder limitar la libertad de expresión deben concurrir condiciones absolutamente extraordinarias que estén protegidas del grado de ignorancia subjetiva que pueda tener el juzgador. Por este motivo, es necesario proveernos de instrumentos claros, sencillos y eficaces con los que poder regular el entorno digital.
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