La Graílla
El obispo párroco
Don Demetrio convirtió la diócesis en su feligresía y la ha recorrido con respeto reverencial a su tradición
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Se extrañaban muchos cristianos del año 2000 que al pastor de la diócesis en el cambio de siglo le llamasen los laicos más cercanos Don Javier, y no el obispo, como si fuera mucho más importante el nombre de pila y la jerarquía ... que el motivo y el cargo eclesiástico por el que estaba en Córdoba. Ahora los católicos despiden a un prelado que ha pasado en la ciudad tres lustros y que sin que nadie lo fomentara sí que se ha ganado a pulso llamarse Don Demetrio, que es nombre de párroco diocesano que se entera de qué feligrés está recién operado para hacerle llevadera la convalecencia, y que no deja de pensar en su iglesia, sus movimientos y todo lo que hace falta para que la casa de Dios no deje nunca de tener vida y oraciones.
Don Demetrio ha convertido el ancho terreno de la diócesis de Córdoba, con sus más de 700.000 almas, en su feligresía, y como los buenos párrocos pisan la calle, saludan a quienes están en las aceras y procuran enterarse de los problemas por si pueden ayudar a arreglarlos, él también en este tiempo ha querido ser un obispo párroco que tiene que conocer la tierra que se le ha encomendado.
Lo ha hecho con respeto reverencial a la forma en que Córdoba, sus pueblos y sus aldeas rezaban, porque bien sabe que la Iglesia Católica no es una franquicia impersonal como un restaurante de comida rápida que se calca en todas partes, sino que en cada sitio tiene tradiciones, advocaciones e imágenes queridas ante las que un obispo tiene que rezar primero por simple amor a los que ahora son su grey y más tarde también por haber adquirido el mismo cariño que ellos.
Don Demetrio fue obispo que llegó, vio, escuchó e hizo lo posible por entender a Córdoba. No faltó, como tampoco sus antecesores, a la Virgen de los Dolores, a la Fuensanta o a San Rafael, rezó ante los Mártires y con San Juan de Ávila ayudó a que muchos conocieran a un sacerdote con voz profética y a un escritor excelente.
Le tocó un tiempo en el que el mundo empezaba a descreer y hasta los mismos católicos dudaban al escuchar algunas cosas, pero su voz fue siempre aquella que tranquiliza y que urge, porque los que escuchan el Evangelio reconocían el mismo eco.
Hablaba de la vergüenza de los barrios marginales y pisaba las chabolas, condenaba el aborto como un crimen contra quien no se puede defender y animaba a rezar y a ayudar a las mujeres que tienen que salir adelante, defendía la familia por tener la certeza de que la pobreza que más destruye no es la material, sino la de quien se seca sin raíces al aire desapacible, y clamaba contra la pornografía como la peor educación posible.
No hay ni que pensar en qué habría pasado si el debate mostrenco de la titularidad de la Mezquita-Catedral se hubiera hecho con alguien que quisiera hacerse perdonar, porque como buen párroco sabe que tiene que conservar su templo. En la tierra se le agradece y en el cielo sabrán premiárselo con el regreso de Osio a los altares.
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