Me cansé de ser tu hija
Me respondí honestamente: cumplidos sesenta años, mi prioridad es seguir vivo. Por eso mi prioridad es dormir bien, comer bien, vivir bien. Luego tengo otra prioridad, que es escribir
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Mi hija Patricia, quien cumplirá treinta años a finales de junio, me pidió que le adelantase su regalo de cumpleaños para viajar a París con su novio. Al asociar su regalo al viaje europeo, fue evidente para mí que ella esperaba que le obsequiase dinero ... contante y sonante, y no un libro escrito por mí, un perfume o una chalina.
Le escribí entonces a mi hija Claudia, su hermana mayor, preguntándole cuánto dinero yo le había regalado cuando ella cumplió treinta años. Sabiamente, Claudia, como buena abogada experta en conflictos, olfateó un conflicto y se abstuvo de responderme.
Una vez decidido el monto que habría de transferir a la cuenta de mi hija itinerante Patricia, pasé a regañadientes por el banco hacia las tres de la tarde, hora en que vuelvo a la vida y recuerdo mi nombre, pero había tanta gente haciendo una fila desdichada, quejumbrosa, que me negué a esperar pacientemente y, haciendo un mohín de disgusto, me marché, ofuscado. No soy bueno para hacer colas, me confieso impaciente y engreído.
Abrumado por las colas del banco, le escribí a Patricia, pidiéndole la dirección de su apartamento en Nueva York para enviarle por correo físico, a la antigua, un cheque con el regalo anticipado por su cumpleaños, donación que habría de servirle como viático o bolsa de viaje en su periplo europeo. Para mi sorpresa, Patricia respondió diciendo que no se encontraba en Nueva York y, como si hubiera pasado a la clandestinidad, prefería no decirme su dirección. No solo evitó darme las señas de su domicilio, tampoco quiso decirme en qué lugar del mundo se hallaba. Me sentí ninguneado. Pensé: aun si estás viajando, podrías darme tu dirección y así, cuando vuelves a casa, encuentras mi cheque en el correo. Pero no se lo dije.
Días después, al confirmar que yo no había girado la transferencia bancaria requerida por ella, aunque sin precisar el monto exacto que deseaba, Patricia me envió un correo áspero, seco, diciendo que se había cansado de ser mi hija, que tener una buena relación conmigo le suponía un esfuerzo y que yo no me esforzaba en modo alguno para llevarme bien con ella. Terminaba diciendo que, a juzgar por mi conducta, ella no era una de mis prioridades.
Quedé preocupado, tras leer su correo. Me pregunté: ¿es verdad que no soy un padre esforzado? ¿Es cierto que Patricia se esfuerza para ser mi hija y yo no me esfuerzo en ser su padre? ¿Tiene razón al decirme que no es una de mis prioridades? ¿Cuál es entonces mi prioridad, o cuáles son mis prioridades?
Me respondí honestamente: cumplidos sesenta años, mi prioridad es seguir vivo. Por eso mi prioridad es dormir bien, comer bien, vivir bien. Luego tengo otra prioridad, que es escribir. Si no escribo, no vivo bien, y si no vivo bien, no duermo bien. Entonces, seamos honestos, mi prioridad es cuidarme para encontrar mi mejor voz, mi mejor registro, mi identidad más tranquila y juiciosa. Luego, por supuesto, están las mujeres de mi vida: mi esposa, mis hijas, mi madre. Pero no podría amarlas apropiadamente, si antes no me ocupase de mí mismo con el cariño inquebrantable y la confianza serena que yo merezco.
Apenado, le escribí un correo a Patricia, diciéndole que sus palabras eran injustas e indelicadas. Le expliqué que no había podido mandarle el regalo anticipado por su cumpleaños porque el banco solía estar desbordado de gente y no soy bueno para esperar media hora sin quejarme. Le dije que por eso había querido despacharle un cheque por correo físico, a la antigua, pero ella se había negado a darme sus señas. Le dije también que yo nunca le he pedido que haga el menor esfuerzo por mí y que por eso me parecía inapropiado que me dijese que ella se sacrificaba por ser mi hija y yo no me esmeraba en ser su padre.
No quise decirle, porque me parecía inelegante, ordinario, de mal gusto, que le he pagado todo, absolutamente todo, no solo los onerosos gastos de su educación en escuelas y universidades privadas, sino también los de sus camionetas de lujo, sus viajes frecuentes y sus merecidos divertimentos. No quise recordarle que, cuando su hermana mayor Claudia decidió estudiar una segunda carrera universitaria, yo seguí enviándole a Patricia un dinero mensual equivalente al que recibía Claudia, para no hacer diferencias entre ambas. Es decir que pagué dos carreras para Claudia y dos más para Patricia, aunque esta última estudió solo una y la otra era una donación al fondo ancho de su felicidad. No quise decirle que todas esas remesas de dinero, despachadas puntualmente en los últimos doce años, podrían calificar como un esfuerzo por mi parte, o al menos un esfuerzo pecuniario, porque nunca lo había sentido como un afán, un empeño o un denuedo, sino como una placentera e inescapable responsabilidad.
Sí me animé a recordarle a Patricia que, en los últimos tiempos, le había pagado sus viajes a la ciudad del polvo y la niebla para que ella pasara las fiestas con su madre que mucho no me quiere, y a ciertas islas caribeñas donde ella sabe ser feliz con su novio que al parecer sí me quiere, y a los destinos cercanos y remotos que ella se proponía visitar, viajando todos los meses con los bríos y la ilusión de las jóvenes curiosas que desean conquistar las bellezas del mundo. Confieso que soy el agente de viajes de mis hijas y les compro todos los boletos que me piden y no me quejo porque es una manera tonta y minúscula de decirles cuánto las quiero. Por eso le dije a Patricia que era indelicado que ella me dijera que se esfuerza por mí y yo no me esfuerzo por ella, cuando el amor debe fluir sin esfuerzos.
Luego de ese intercambio de correos más o menos inamistosos, me quedé con la amarga sensación de que mi hija Patricia se había decepcionado de mí porque no le había enviado su regalo crematístico tan pronto como ella lo esperaba. Afligido por la culpa, pensé en correr al banco, aguantar la cola y mandarle la plata, pero luego me frené porque me pareció que, al escribirme en un tono hostil, Patricia había perdido el derecho o la gracia de recibir su regalo de cumpleaños tres meses antes de que fuese su cumpleaños.
Entretanto, mi hija Claudia, quien a finales de agosto cumplirá treinta y dos años, me escribió por fin, no para recordarme cuánto le obsequié al cumplir treinta, como yo le había preguntado, sino para contarme que vendrá pronto a esta ciudad, a la fiesta de una amiga suya que está embarazada. Recibí con alegría la noticia y le prometí que le enviaría sin demora el boleto aéreo. Aprecié que Claudia enviase saludos a mi esposa y recordase que la próxima semana mi hija menor cumplirá catorce años. Desde luego, no le conté que su hermana Patricia y yo nos habíamos disparado unos correos que más parecieron drones explosivos de largo alcance.
Mi esposa, siempre atenta a los detalles, me mostró fotos de Patricia en París, fotos que mi hija había subido a sus cuentas. Por suerte, parecía feliz. Ya le mandaré un buen regalo cuando cumpla treinta años, me dije a mí mismo. Ahora Patricia me apuró y me regañó indebidamente y no fue un buen momento para finiquitar la transacción. Porque cuando pasaba por el banco hacia las tres de la tarde, aquello parecía un local de ligues y alternes, el camerino de un estadio, la capilla de un templo, la sala de embarque de un aeropuerto, es decir un hervidero, un enjambre, un tumulto, una barahúnda, una jodida behetría. Por supuesto, podría tener la aplicación del banco para enviar dineros sin pasar por la agencia bancaria, pero mi esposa prefiere que no la tenga porque todos los días estaría regalándole plata a alguien, esa es la fama de manirroto que tengo en casa.
Días después, el novio de Patricia me escribió un correo precioso en inglés, diciéndome cuánto amaba a mi hija y cuánto me amaba ella y sugiriéndome que fuese a París para reunirme con ambos y firmar las paces. Tengo la mejor opinión del novio de mi hija. Es un buen hombre con un excelente corazón y sabe hacer feliz a mi hija Patricia. Llevan más de una década juntos, se conocieron en la universidad, en Nueva York, y son inseparables. Le respondí en mi registro más amable, diciéndole que este año, por razones médicas, no me encuentro en condiciones de ir a Europa, y prometiéndole que nos veremos pronto en Nueva York, para celebrar sus treinta años en mayo y los treinta que, semanas después, cumplirá la bella Patricia, y comprometiéndome a pagar las fiestas de ambos, sin ningún esfuerzo por mi parte.
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