TRIBUNA ABIERTA
'Soledad', el último quiebro de Gracia Montes
En el señorío vocal de artistas como Gracia la copla alcanzaría la grandeza de un monumento a las raíces más hondas del sentir del pueblo
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Serían las doce, un mediodía de junio en la bonita Plaza de la Iglesia del pueblo. La torre de la Asunción —«pina, gallarda, aérea», como la bautizó Azorín—, recortada en el cielo limpio de Lora, había tocado por la mañana a muerto, el toque de ... agonía, que decía mi madre en los lejanos días de mi niñez. Una vez acabado el funeral, el coche blanco con el féretro de Gracia, arropado por sus paisanos y por sus amigos y devotos venidos de fuera, se detuvo todavía un largo rato en el umbral de la parroquia antes de tomar el camino del cementerio. De pronto, una voz delicada, suave, contenida, salió de los labios de una mujer que apoyaba sus manos en la trasera del coche, como queriendo cantar no para los que estábamos allí fuera, sino para los adentros de aquella caja de madera en la que Gracia dormía para siempre el dulce sueño de su voz quebrada.
«Pepe el Loreño», un cantaor amigo que estaba a mi lado, me dijo casi al oído : «Es Patricia Vela». Y en el silencio de aquella mañana de junio sonaron limpios, sentidos, nítidos los compases del 'Poema de mi soledad', para mí la copla más honda, más misteriosa, más elegante de todas cuantas ha cantado Gracia Montes, llevando su voz a las alturas más altas y su quiebro único a una región inalcanzable. Mis ojos, envueltos en lágrimas, seguían mirando a tantos como vivían la misma emoción compartida, mientras la voz de la cantante sevillana aligeraba sus registros y se hacía cada vez más íntima, más susurrante, más cercana a la confidencia con aquella amiga muerta por la que entonaba la canción suprema, aquella que hablaba de la soledad en la que, una vez ida Gracia, quedaba ella misma y quedábamos tantos de los que allí nos encontrábamos, privados ya de volver a oírle alguna vez en persona los milagrosos trémolos de su voz única.
Fue ese 'Poema de la soledad' la copla que ella escogió entre todas las suyas en el año 2011, cuando ya con el peso de sus años nos la cantó magistralmente a sus paisanos, que acabábamos de nombrarla Hija Predilecta de su pueblo de Lora. Fue la última vez que desplegó en público su inconfundible poderío vocal. Dado que en aquel momento yo compartí con ella ese mismo honor, hoy recuerdo, emocionado, la unción con la que Gracia, puesta de pie, dejó salir de su garganta prodigiosa todas las soledades de aquella copla de amor envuelta en el misterio. Una copla que ella cantó por vez primera en el año 1978 en el programa 'Cantares' de Televisión Española, y que a mí me encamina a los 'cantos de soledad' de la tradición poética española («A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar conmigo / me bastan mis pensamientos», que cantó Lope de Vega), un género esencial, emparentado con la soleá flamenca, que habla de una de las experiencias más dramáticas de la condición humana. Por eso creo que en la vida de Gracia Montes el sentimiento de soledad tuvo que ser mucho más que el simple argumento de una canción, tal vez el símbolo de una trayectoria personal vivida con la discreción, la dignidad y la callada elegancia de alguien que no se ajustó nunca al fácil estereotipo de un falso folklorismo al uso en el papel couché de las revistas del corazón. Y tal vez el precio que tuvo que pagar por esa insobornable independencia suya.
Recuerdo a Gracita Cabrera, aquella niña de 'La Sollería' (la calle de las Ollerías) con la voz de cristal que cantaba de vez en cuando en algunas casas de Lora, que había llamado la atención de Pastora Pavón, 'Niña de los Peines', entonces un templo vivo del cante, y que un día pudo cumplir sus primeros sueños de artista en la compañía de Pepe Pinto. Convertida más tarde en Gracia Montes, aquella niña acabaría siendo una de las grandes señoras de la copla, ese hermoso género musical que hoy, al igual que la fiesta de los toros y tantos otros signos inequívocamente nuestros, no pasa por su mejor momento. No conozco otro país en el mundo que más desaires haga a sus mismas señas identitarias y a sus mismos símbolos. Pero en el señorío vocal de artistas como Gracia la copla alcanzaría la grandeza de un monumento a las raíces más hondas del sentir del pueblo. Y en su cantar único, la vibración de sus notas rompería el silencio reverencial de todos cuantos la hemos admirado en vida. Ahora, ya silente su voz, «nos deja harto consuelo su memoria» de genio de la copla.
Nos queda su voz grabada en una extensa discografía, el prodigio de su 'vibrato' único, la desenvuelta elevación de sus agudos y el aire flamenco de sus coplas cuando se ponía a cantar con la gracia de su mismo nombre. En la soledad última de su figura, en el último quiebro de su vida, ya en la historia de la mejor canción española de todos los tiempos, la tierra de Lora la acoge dulcemente para arrullar el último sueño de aquella muchacha que un día salió del pueblo para dictar al mundo la sublime elegancia de su garganta de seda.
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