tiempo recobrado
Creer y no creer
He llegado a la conclusión de que la existencia de Dios no es una cuestión teórica ni se resuelve en una polémica entre científicos y teólogos
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Cuando estudiaba filosofía en sexto de Bachillerato en el colegio de los jesuitas de Burgos, la asignatura me aburrió. El profesor era un viejo y venerable sacerdote que estaba sordo: el padre Irineo. El libro de texto que manejábamos, publicado por la editorial de la ... propia orden, era un compendio del pensamiento de Santo Tomás de Aquino. No muy distinto del manual de introducción a la filosofía de la Complutense, cuyo autor no quiero citar, que en su primer párrafo aseguraba que la finalidad de la 'ciencia' metafísica es la salvación del alma.
Recuerdo aquellas clases en el viejo caserón de La Merced, hoy convertido en un hotel, con nostalgia. Éramos solamente unos 25 alumnos. Todos habíamos elegido la rama de Letras en la que se impartía griego y latín. La gran mayoría de mis compañeros se había inclinado por Ciencias. En una ocasión, mientras el padre Irineo explicaba la teoría del hilemorfismo, un pequeño ratón recorría el perchero del que colgaban los abrigos. Las risas eran audibles para todos menos para el padre Irineo, que seguía en sus disquisiciones sobre la forma y la sustancia aristotélica.
Aquella asignatura no generó entre ninguno de nosotros el interés por la filosofía. Pero el libro de texto contenía un capítulo que me pareció fascinante: el de las pruebas sobre la existencia de Dios. Afirmaba que tal existencia podía ser probada por la razón y explicaba la doctrina de San Anselmo de Canterbury y las cinco vías de Santo Tomás. En aquella época, tras cumplir los 16 años, yo había comenzado a albergar serias dudas sobre la fe. Formado en una familia y en una escuela católicas, las convicciones religiosas habían sido un cimiento inmutable de mi vida.
Tenía la sensación de que las certezas que me habían guiado se derrumbaban y que la desaparición de Dios de mi horizonte vital me dejaba desprotegido. Pero a la vez surgía en mi interior un sentimiento de libertad, como si me hubiera quitado un peso de encima.
Por tanto, leí y releí aquellas cuatro o cinco páginas del libro de filosofía que hablaban de la demostración racional de la existencia de Dios, tal vez con la secreta esperanza de resolver mis incertidumbres. Durante semanas, di vueltas a la cuestión y examiné los argumentos. Pero no me convencieron. Han pasado más de 50 años y sigo atascado en el problema.
He llegado a la conclusión de que la existencia de Dios no es una cuestión teórica ni se resuelve en una polémica entre científicos y teólogos ni tampoco es un asunto de naturaleza política, como sostenía Marx. Es un interrogante que atañe a cada uno. Y de cuya respuesta, si la hay, depende el sentido que podemos dar a nuestra vida y a la muerte. Vivimos atrapados en la incertidumbre, tal vez engañados por un duende maligno que nos hace confundir los sueños con la realidad.
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