la tercera
Polarización y violencia política
Se ha llegado al punto de asistir a una auténtica inversión de funciones, donde no es la oposición la que critica al gobierno mientras este defiende su gestión, sino que es el gobierno la que cuestiona continuamente a la oposición
Cicerón y el bufón de las Cortes
La poesía de lo cotidiano

La agresión, el 7 de junio de este año, a la primera ministra danesa Mette Frederiksen y, sobre todo, los intentos de asesinato el 15 de mayo y 13 de julio respectivamente del primer ministro eslovaco Robert Fico y del candidato a la Presidencia estadounidense Donald Trump ... , invitan a reflexionar sobre la polarización que caracteriza a nuestras sociedades y, a fin de cuentas, sobre la violencia política, que es su más terrible manifestación. No obstante, lo primero que debe indicarse es que, en Europa, la violencia política es mucho menos habitual que en otros continentes. Concretamente en España, tras el fin de actividades de la banda terrorista ETA, este fenómeno es poco frecuente y, en todo caso, de baja intensidad, siendo raros los ataques a políticos, como la agresión física que recibió el presidente Rajoy en diciembre de 2015. Sin embargo, lo sucedido en Dinamarca, Eslovaquia y Estados Unidos lleva a plantearse si algo así podría suceder aquí.
Lo primero que debe indicarse es que la violencia política ha existido desde siempre y, desde el mundo antiguo a la edad contemporánea, ha sido justificada por grandes pensadores políticos: a título de ejemplo, en una relación que en absoluto pretende ser exhaustiva, Cicerón dejó escrito, respecto del tiranicidio, que «es necesario y saludable librar al mundo de esta peste de los tiranos», y que «así como se amputa de nuestro cuerpo un miembro por el que la sangre no circula y que carece de vitalidad, a fin de que no corrompa a los demás órganos, así también debemos amputar del cuerpo social a estos monstruos»; el teólogo medieval Juan de Salisbury que «no sólo es lícito matar al tirano, sino que es justo y legal (…), porque quien toma la espada merece morir a espada»; alcanzando la teoría del tiranicidio su punto álgido con la obra de Juan de Mariana titulada 'De rege et regis institutione', publicada en 1599, quizás porque se ha acusado a su doctrina de la muerte de Enrique IV. La relación podría ampliarse con teólogos del Siglo de Oro español, en los que en buena parte se basa la obra de Juan de Mariana, y autores posteriores como Althusius, o, muy especialmente, los monarcómanos.
Lo de menos es detenerse en las diferencias entre las doctrinas enunciadas (algunas defienden la destitución del tirano únicamente por una autoridad pública, y otros por cualquier particular). Lo importante ahora es indicar que, con la aparición del Estado liberal burgués, se produce un cambio de paradigma que deja obsoleto cualquier tipo de planteamiento en este sentido. Solamente los enemigos de los valores de las revoluciones americana y francesa (izquierda revolucionaria, derecha autoritaria, fascismo) han justificado desde entonces la violencia política. En estos Estados, esta problemática debe enmarcarse dentro de las relaciones gobierno-oposición. En un Estado democrático, donde la oposición puede ejercer libremente el derecho de crítica y aspirar legítimamente a sustituir a aquellos que ostentan el poder, cualquier apelación al uso de medios distintos para apartar al gobernante o provocar un cambio de régimen, carece completamente de fundamento. Ello es así porque, en democracia, la doctrina medieval de la resistencia cede paso al derecho de oposición. La libertad de oposición es, como señaló el Tribunal Constitucional Federal alemán en Sentencia de 17 de agosto de 1956, una característica de la democracia liberal.
Si bien el reconocimiento expreso de este derecho no se produce hasta el siglo XX (son hitos a este respecto la aprobación en Gran Bretaña de la 'Ministers of the Crow Act' de 1937, que fijaba por primera vez el salario del jefe de la oposición, o la referencia del artículo 120 de la Constitución del estado alemán de Baden de 1947), ello no fue sino el colofón de unas prácticas y planteamientos desarrollados en los siglos XVIII y XIX. En Gran Bretaña, desde el siglo XVIII, se fue desarrollando la práctica de consultas entre los ministros salientes y entrantes hasta acabar formándose lo que hoy se conoce como 'shadow cabinet' o gobierno en la sombra. Las sucesivas leyes electorales desde ese siglo fueron mejorando paulatinamente el estatus de la oposición y fortaleciendo la democracia de la isla. A partir de 1955, con práctica de hacer pública la lista de aquellos miembros de la oposición que se presentaban como alternativa a cada uno de los componentes del gobierno, la práctica del 'shadow cabinet' quedó completamente consagrada. En la Europa continental, por el contrario, la pervivencia del principio monárquico provocó que la confrontación política no fuera solo entre partidos, sino entre el pueblo y el rey, y la oposición se desarrolló menos. François Guizot se quejaba, en 1821, de que, relegada a la tribuna y sin capacidad de influir políticamente, la oposición podría optar por medios violentos. Los avatares políticos de los siglos XIX y XX (aparición de doctrinas totalitarias, revoluciones, guerras, dictaduras…) vinieron a darle la razón. En el marco de una crisis del parlamentarismo, la ausencia de un auténtico o eficaz estatuto de la oposición hizo imposible canalizar los antagonismos partidistas o alcanzar ningún acuerdo, ni siquiera, sobre aspectos fundamentales de la convivencia.
La situación política actual cada vez se parece más a la de la Europa de entreguerras. El actual aumento de la polarización, especialmente de aquella que la Ciencia Política denomina polarización afectiva para resaltar el contraste que existe entre el afecto o favoritismo que se siente por los que comparten las mismas ideas políticas frente al desprecio sentido hacia el que piensa diferente, vuelve a hacer sonar las alarmas. No es raro que los gobiernos, que siempre tienden a tratar de aumentar su poder e influencia política, reclamen a la oposición que «les deje gobernar» –como si la función de esta no fuese justamente la contraria–, pero en los últimos años asistimos a actitudes populistas que, dando un paso más, hablan de «cordones sanitarios», «muros», etc. Se ha llegado al punto de asistir a una auténtica inversión de funciones, donde no es la oposición la que critica al gobierno mientras este defiende su gestión, sino que es el gobierno la que cuestiona continuamente a la oposición. Ello denota una cultura política más próxima al autoritarismo que al democratismo. Se trata de intentos de exclusión del adversario de la vida política, olvidando que una democracia se sostiene, más que por ninguna otra cosa, por el estatus de la oposición. Frente a ello, conviene recordar que, mientras en un régimen autoritario es el gobierno el que trata de legitimar la oposición aceptando aquella que en realidad no amenaza en nada su poder y proscribiendo las demás, en democracia, es la oposición, la que (porque acepta que hoy perdió las elecciones, pero las puede ganar en el futuro) cumpliendo con las reglas del juego, legitima cualquier régimen democrático. Por tanto, no debe tratarse de marginarla políticamente. La oposición debe ser leal, pero el gobierno también, y no contribuir a la crispación.
La mejor forma de garantizar jurídicamente la función de la oposición es mediante un estatuto constitucional como el que existe en las Constituciones de nuestros vecinos Francia y Portugal u otros países latinoamericanos como Colombia o Ecuador. En España, solo el reglamento del parlamento catalán recoge un estatuto del jefe de la oposición, de carácter más bien simbólico. Pero es importante comprender que ninguna disposición legal-constitucional funcionará adecuadamente si la oposición no reconoce la legitimidad del gobierno y si este no acepta que aquella cumple una función constitucional cuando critica, combate y trata de impedir (sin conducir a situaciones de bloqueo) la acción de gobierno. Es decir, sino existe lealtad y respeto mutuos, que son la mejor receta contra la violencia política.
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