la tercera
La poesía de lo cotidiano
El poeta habita un mundo encantado. En sus dominios hay acontecimientos y no sucesos, hay milagros y no causalidades
Hacia un lugar peor
Política y toros
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Antes de disertar sobre el tema, conviene impugnarlo, ponerlo en entredicho. Es pertinente preguntarse si lo cotidiano tiene poesía, que es una manera de preguntarse si tiene belleza. Algunos dirán que no, porque lo cotidiano es tedio y monotonía. Ellos identifican poético con prodigioso y ... prodigioso con excepcional. ¿Cómo considerar prodigioso lo que ocurre a diario? ¿Cómo considerar poético lo que no es prodigioso? La oración de la mañana, el sonido crepitante de la cafetera, el trayecto en autobús, la reunión de equipo. No parecen fenómenos poéticos, sino prosaicos; no prodigiosos, sino banales.
Bien es verdad que algunos poetas, Chesterton es uno de ellos, Enrique García-Máiquez también,―celebran lo cotidiano. Pero basta con aguzar la vista argumentará nuestro lector más escéptico―para descubrir en su entusiasmo un voluntarismo. Cuando cantan lo cotidiano, los poetas no exaltan lo que es bello; apenas redimen con su arte lo que es insustancial. No expresan lo prodigioso; colorean lo grisáceo. Sólo hay poesía en el milagro, en la novedad, en la excepción. Todo lo demás, esa trama de hechos insignificantes llamada cotidianidad es prosa.
Nuestro lector más escéptico es en verdad el hombre contemporáneo, que quiere vivir experiencias novedosas, romper las tenazas de la rutina, fotografiar exotismos para recobrar así lo poético. Yo no puedo darle la razón, pero sí comprenderlo. Es relativamente normal que la costumbre haya torcido su juicio. Sobre sus retinas se ha asentado una pátina de tedio. Es como si la realidad estuviese recubierta de polvo, ajada por el paso de los años. Es como si todo estuviese oxidado y chirriase igual que un mecanismo caduco: los árboles, los pájaros, los rostros. Si, como decía Woody Allen, comedia es igual a drama más tiempo, tedio es igual a milagro más rutina.
Podemos coincidir, llegados a este punto, en que la poesía cotidiana no es evidente: ¡cuantísimas personas no aciertan a vivirla! Pero ahora se trata de dilucidar si, de hecho, existe. ¿Cabe concebir a los poetas de la cotidianidad como voluntaristas? ¿Y si en verdad fuesen los realistas más rígidos?
Mi tesis, nada original, es que el problema está en nuestra mirada y no exactamente en la realidad. Como diría Chesterton, no hay asuntos aburridos, sino tan sólo personas que se aburren. Considero ahora algo tan aparentemente prosaico como un trayecto en metro. Allí, incluso allí, en las hórridas cavernidades de la tierra, la poesía se desborda. Un operario ha amanecido a las cinco de la mañana para alimentar a su familia, un mendigo apela a nuestra misericordia en nombre de una humanidad común, dos ancianos conversan entre sí con la alegría de las primeras veces. ¿Nada de esto último es poético? ¿No lo es una discusión airada entre dos amantes intempestivos? ¿Tampoco los andares saltarines de un hombre risueño? Creo que no hay fenómenos prosaicos, sino miradas profanadoras. La realidad agita sus monedas, nos interpela como un menesteroso, pero nosotros respondemos con la altanería de los esnobs. «¡No eres lo suficientemente buena para nosotros!».
La pregunta que se nos impone ahora, constatada nuestra profanación, es cómo mirar lo cotidiano para descubrir su poesía. Diría que hay un paso inicial, una condición necesaria: mirar. Mirar como acto estrictamente físico. Levantar la vista del dispositivo móvil, detenerse en la golondrina, en el sauce, en las obras, en el niño que come helado por la nariz. Ya no se trata tanto del modo en el que debemos mirar como del olvidado imperativo del mirar mismo. Hay en la mirada un potencial revolucionario, una discreta sublevación contra el signo de los tiempos, un primer acto de rebeldía y aventura. Quien mira atentamente puede paladear gozos inimaginables para el 'homo festivus'.
Pero una condición necesaria no es una condición suficiente. Acaso miremos y tan sólo hallemos en lo cotidiano tedio y monotonía. Tal vez la atención apenas acreciente nuestro pesimismo, tal vez sólo espese la sombra. Para descubrir poesía se nos exige algo más: la mirada específica del poeta. Dice Joubert que en ninguna parte encuentra uno poesía si no la lleva consigo. Aunque tiene razón, debo anticiparme a la última pregunta del lector escéptico: ¿qué es la mirada poética?
Es, para empezar, una mirada que no reduce. Lejos está del poeta la tentación de reducir el abrazo a un acto físico, el enamoramiento a una reacción química, el martirio a la locura y la locura a un defecto biológico. El poeta habita un mundo encantado, mágico, misterioso. En sus dominios hay acontecimientos y no sucesos, hay milagros y no causalidades. No tiene ningún mérito maravillarse del milagro de que un manzano dé frutos dorados; lo que nos proponen el poeta es que nos maravillemos del milagro de que dé frutos verdes. No tiene ningún mérito asombrarse ante la presencia de un hombre bicéfalo; lo que pretende el bardo es que nos asombremos ante la cotidiana, incomprensible, sobrecogedora presencia de un hombre con una sola cabeza. Ellos niegan la mayor y aseguran que la rutina no es monotonía, sino una feliz sucesión de excepciones trepidantes. Si los hombres tediosos ven la realidad como cubierta de polvo, los poetas aspiran a verla como barnizada por el rocío veraniego, con ese mismo aroma a novedad, justo como la veían Adán y Eva antes del pecado.
El ya citado Chesterton dice en 'Ortodoxia': «Todos los términos utilizados en los libros de ciencia 'ley', 'necesidad', 'orden', 'tendencia' y demás―son en esencia inintelectuales porque dan por supuesta una capacidad de síntesis que no poseemos. Las únicas palabras que me gustan para describir la realidad son las utilizadas en los cuentos de hadas 'hechizo', 'encantamiento', 'ensalmo'―, porque expresan la arbitrariedad del hecho y su misterio. Un árbol da frutos porque es un árbol mágico. El agua corre por la pendiente porque está embrujada. El sol brilla porque está encantado».
Para el poeta, a quien todo le asombra, todo tiene los contornos de una revelación. Su mirada es superficial y penetrante al tiempo. Es superficial porque goza de los placeres estéticos, porque refocila en eso que algunos insensatos han conocido desdeñosamente como «apariencias»: ¡la poesía es un hedonismo! Y es penetrante porque capta la esencia de las cosas, porque alcanza las vaporosas cumbres de lo intangible partiendo de la densidad de lo tangible. El poeta jamás concebirá el mundo material como apariencia, sino como aparición; jamás como epidermis, sino como epifanía. Lo visible no es para él sólo lo visible. Es el lugar exacto en el que lo invisible comparece, en el que el misterio se hace cuerpo.
Cabe preguntarse ahora, en las postrimerías de esta titubeante Tercera, quiénes son los voluntaristas: ¿los poetas que, ebrios de luz, todo lo celebran o las miradas cínicas que todo lo abajan? Espero que incluso el lector escéptico lo tenga claro: no hay ningún elemento de la realidad indigno de ser cantado; sólo hay personas trágicamente indispuestas para el canto.
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