la barbitúrica de la semana

Muertos por dentro

No merece la pena dar por buenas las verdades del cuñado y desoír las del barquero

Dos alegres comadres

Ya nos pondremos el traje

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Narración por un asistente de voz

Este domingo podría elegir mi mejor ataúd. De las que tengo en el armario, seleccionar la caja de madera más vistosa. Algo perfecto para salir a dar una vuelta por el cementerio de la calle Ferraz o incluso por la acera de Génova, donde sirven unas gildas estupendas ... . Sentada ante una mesa, podría ensartar ideas vacías, despanzurradas a conciencia como una aceituna atravesada por un palillo. Vestida de difunta, constataría asuntos deplorables con la naturalidad de un ser sin cerebro: prostitutas, las que hagan falta, contratadas en la administración pública; personas que renuncian a su deber y se mudan a vivir en el condominio de la cobardía, entendiendo por tal cosa, meterse bajo la mesa en la que le tiran comida o acodándose en el burladero de su escaño. Vería deambular, también, a los especialistas en la paz ajena, esa parte de la cadena trófica que celebra una tregua sembrada de cadáveres o aquellos que, valiéndose de la obediencia, dan por normal un disparate según el cual sería posible, por ejemplo, la contratación con dinero público de un simio para tocar el piano en Extremadura.

El traje de pino del que le hablo alude a esa secreta claudicación de nuestros principios, a la necrosis de la capacidad de desobedecer. Es domingo, lector, y abrimos el periódico como Alekséi Karenin, aquel marido inventado por Tolstói para hacernos notar nuestra propia estupidez al momento de formarnos nuestra propia opinión del mundo que nos rodea. Es domingo, querido lector. El día de las homilías y las paradojas. No se extrañe si acaba enredándose en el flequillo de un presidente electo o termina sentado a la mesa de un mal patriota.

Siendo feriado, y con la prensa en papel o en la pantalla del móvil, podrá palpar usted también su propio traje de abeto. No se sorprenda si acaba acostumbrándose a la muerte que ocurre cada día en el lenguaje, en la obediencia, en la impudicia y en la voz del amo que resuena en la conversación con aquellos a los que un buen día comenzó a caerles simpático un asesino o un tirano.

No merece la pena vivir dando por buenas las verdades del cuñado y desoyendo las del barquero. Si usted, como yo, aún siente ira, quizá no esté del todo muerto, sino en trance. Si aún le está estrecho el traje de madera o escucha las palabras de Jorge Luis Borges en aquel poema –«me legaron valor, no fui valiente»–, es porque aún no ha aceptado la invitación a palmarla. La vida sin belleza es supervivencia, dice Manuel Vilas, a quien miran con extrañeza al exigir que un escritor pueda vivir de sus libros o que un ciudadano, sea de la ideología que sea, tenga permiso de renunciar a la estupidez. Enfundada en este precioso ataúd de inmejorables calidades, escucho a gente muerta por dentro que me invita a brindar a la hora del aperitivo. No sé usted, lector, pero yo de momento preferiría no hacerlo.

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