la huella sonora
Como completos desconocidos
Dylan nació sobre la marcha, se parió a sí mismo en el tren que lo llevaba a Nueva York. Antes era un tal Zimmerman, un chaval de Minnesota
El embarco de Normandía
A Hard Rain's A-Gonna Fall
La película es soberbia, pero eso ya lo saben. Salí del cine caminando como si Fuencarral fuera Jones Street y alguien fuera a sacarme una foto desde el suelo de Quevedo para ponerla como portada de 'The Freewheelin'. Así que me subí los cuellos ... del abrigo, metí las manos en los bolsillos y comencé a caminar despacio y con la mirada artificialmente perdida, no sé si como un rockero o como un torero, pero, en cualquier caso, como una estrella con aire desairado y las gafas de sol puestas, lo que no deja de ser ridículo cuando no solo es de noche, sino que, encima, llueve. Pero aquel marzo llovía en Madrid, llovía desde hacía días y ya me dirán que tipo de estrella no es capaz de mantenerse en personaje solo porque caen cuatro gotas en el Manzanares, que, en mi cabeza, ya era afluente del Hudson. Pensé en comprarme una Triumph Tiger y conducir cuatro horas hasta Rhode Island para llegar a Newport. Quizá en ir a buscar a Joan Baez al Gerde's Folk City, entre la Sexta y MacDougal o, por qué no, visitar a Woody Guthrieen el Hospital Estatal de Greystone Park. En cualquier caso, quería hacer cosas extraordinarias, cosas verdaderamente genuinas como, por ejemplo, encontrar mi propia voz en medio de la noche y romper, sin buscarlo, el esquema tradicional de escritura en periódicos.
Yo ya no era exactamente yo, era una versión de mí mismo, quizá la mejor. Esa es la gran lección de Dylan: la libertad como dogma, el desinterés hacia los caminos transitados y la invención del nombre propio para tapar el propio nombre. Porque Bob Dylan no existía. Había un tal Zimmerman, un muchacho de Minnesota que llegó a Manhattan con un par de discos de folk, una guitarra a la espalda y nieve en los zapatos. Pero Dylan nació sobre la marcha, se parió a sí mismo en el tren que lo llevaba a Nueva York. Y al nacer sin pasado, nació sin pecado.
Dylan es la leyenda que enseña a vivir sin algoritmo, sin marca personal y sin exposición pública. 'A complete unknown' no es solo el título de una película sobre un músico sino la descripción del lujo perdido de ser un completo desconocido. Esa es la gran aspiración de nuestro tiempo, encontrar huecos en el mapa, espacio para el misterio y margen para caminar sin dejar rastro entre la nieve de Manhattan o la lluvia de Chamberí. Por eso Dylan es hoy más importante que nunca: si algo piden los tiempos es vivir en el silencio y subirse al escenario solo para romper el pacto con el público, sin otra pretensión que ser uno mismo. Y aceptar lo que venga detrás de la verdad.
Sus canciones no son himnos generacionales, sino la expresión fiel de un sentimiento humano
En una época de hiperconexión, Dylan aparece como un profeta que solo habla a través de su obra. La pregunta que sobrevuela es esa: «Pero ¿quién es, en realidad, Bob Dylan?». Me temo que la respuesta es evidente: Bob Dylan es su obra, y el resto no importa. «El mundo está lleno de valientes que actúan cuando saben que ya no hay peligro», pensaba en la noche de Chamberí, ya sin gafas y recomponiendo mi propio rostro. Pero Dylan no era un valiente y tampoco un héroe. Sus canciones no son himnos generacionales, sino la expresión fiel de un sentimiento humano. Eso es lo que sorprende: en tiempos sin piedad y sin misterio, Dylan nos mostró la entrada, pero no la salida. Él se encontró a sí mismo y nos dejó al resto dando vueltas con los cuellos para arriba y las manos en el bolsillo, como completos desconocidos que cambiaron de idea a mitad de camino.
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