La Tercera
Unidad, solidaridad, democracia
Aristóteles afirma que si los políticos no buscan lo que es bueno para la comunidad, sino lo que es bueno para ellos o sus seguidores, nos encontraríamos ante tiranos y no ante gobernantes
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Ha pasado ya un tiempo desde la tragedia valenciana, la más importante que ha tenido España en muchos años y una de las mayores catástrofes naturales de 2024. Quizá sea el momento de ofrecer algunas reflexiones para el futuro. La experiencia muestra que toda situación crítica mueve al descubrimiento de personas que sobresalen por su valor y por su inteligente respuesta a los retos planteados. Así vimos a Churchill en la Segunda Guerra Mundial y hemos visto a nuestro Rey, que es la segunda vez que muestra esas características. Además, son momentos que manifiestan el nervio de una comunidad. Esta catástrofe ha sido muy positiva para comprobar el acierto de nuestra Constitución al afirmar «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», así como la solidaridad entre «las nacionalidades y regiones que la integran».
La unidad, señala Muñoz Machado, expresa la existencia de un ordenamiento soberano, que limita las facultades positivas que puedan ejercitar los ordenamientos autónomos. Pero, también Muñoz Machado, en su posterior libro 'Cataluña y las demás Españas', nos recuerda cómo Prat de la Riva, a quien mucho debe el catalanismo político, no era partidario de la independencia, pues defendió una unidad no tanto jurídica cuanto moral, señalando que «la vida en común desde antiguo ha creado vínculos con la unidad más amplia de España, que no pueden quebrarse». Han sido multitudes los españoles, de diversa edad y condición, quienes han mostrado esos vínculos, acudiendo espontáneamente a ayudar a los damnificados valencianos, respondiendo así a lo afirmado en la Constitución, que no olvidemos fue aceptada con una media afirmativa del 87,84 por ciento. Por supuesto, hay comunidades autónomas en las que hoy mandan partidos nacionalistas. Pero, junto a ello, recordemos que, en Cataluña, el 90,49 por ciento votó a favor de la Constitución y que la estadística del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, a pesar de TV3, afirma que sólo el 40 por ciento de los catalanes desean la independencia. Este espíritu sustancial de unidad, de voluntad de entendimiento, ha sido comprometido por la voluntad de enfrentamiento, por el completo rechazo que unos políticos han comenzado a mostrar a otros en el Pacto del Tinell. Por ello, ha sido muy grato ver fotografías de los concejales de todos los partidos unidos en la reconstrucción de Paiporta. La diversidad no impide la unidad básica
La solidaridad encauza el poder curativo del altruismo, por lo que la pervertiríamos si pretendiera encubrir clientelismos políticos, como denuncia Henri Hude. Con ella promovemos que nadie se sienta excluido de la búsqueda de la vida a la que todos somos invitados, como decía Juan Pablo II. La solidaridad encuentra en la Constitución dos concretos escenarios. El primero es el escenario económico, velando por un equilibrio adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español (art. 138), de forma que se garantice «un nivel mínimo de prestaciones de los servicios públicos fundamentales en todo el territorio español» (art. 158,1). El segundo escenario es el de los recursos naturales, que han de proteger la calidad de vida de todos, apoyándose en la «indispensable solidaridad colectiva» (art. 45), constituyéndose un fondo de compensación para corregir desequilibrios económicos.
En relación con el primer escenario, los Presupuestos Generales del Estado han procurado guardar las formas. Pero, cada vez más, hay voces que claman contra las ridículas exigencias de los conciertos forales, así como otros piden, razonablemente, una financiación que atienda los servicios públicos concedidos a algunas comunidades autónomas, del mismo modo que se ve como un grave ataque a la viabilidad económica de la mayoría de las comunidades autónomas a los términos del concierto catalán, calificado por la Comisión General de la Comunidades Autónomas del Senado como «injusto», «insolidario» e «inconstitucional». Por otra parte, respecto al escenario de los recursos naturales, no podemos sino escandalizarnos ante el desastre sufrido en Valencia, que hubiera sido claramente menor de cumplirse el amplio abanico de reformas, aprobado por el Gobierno de Aznar en el Plan Hidrológico Nacional, que fue suspendido por Zapatero, historia repetida con el Plan Nacional de Aguas, firmado por Rajoy, con el acuerdo de la oposición, si bien lo eliminó Sánchez al hacerse con el poder. No comenzar inmediatamente las obras públicas necesarias en la zona dañada sería volver a jugar a la ruleta rusa.
El ultimo tema que deseábamos tratar es acerca de la democracia. Hay un modo empequeñecido de estudiar la democracia como el gobierno de quienes consiguen más votos en el Congreso. Pero el tema tiene mayor profundidad. Hitler fue nombrado canciller en una democracia con el partido minoritario más fuerte y fue usando los resortes de la democracia para terminar en un totalitarismo expresado en las Leyes de la Sangre o en la Noche de los Cristales Rotos. Aristóteles afirma que si los políticos no buscan lo que es bueno para la comunidad, sino lo que es bueno para ellos o sus seguidores, nos encontraríamos ante tiranos y no ante gobernantes: habría que escuchar su evaluación sobre quienes hoy día han amnistiado a numerosos políticos, tardíamente condenados por repartir entre sus amigos cientos de millones de euros, o a quienes han intentado acabar con la indivisibilidad de la patria común. Vaclav Havel afirmaba tiempo atrás que la URSS terminó ofreciendo a sus súbditos la ilusión de una identidad de dignidad y moralidad, con una ideología simple, pues se resumía en pocas palabras: el poder es la verdad. Quizá no quieren conocer esta verdad histórica quienes son conocidos como maestros en el ejercicio de la mentira. Dice Erik Varden que los poderes totalitarios trabajan para borrar la esperanza e inducir a la desesperación. Hoy no son pocos quienes confunden la memoria con el cultivo del odio, cuando debiera ser la semilla de la esperanza. La democracia exige basarse tanto en la reputación pública –definida por Steven Wartick como el valor intangible que tienen ciertas sociedades a causa de la percepción de que se va a responder a las expectativas levantadas– como en la justicia, que obliga escuchar a todos para escoger las propuestas más razonables. Pero ya hemos visto que estas exigencias son despreciadas, en la práctica, por no pocos.
Hoy, según dice Sigma Dos, un 56,2 por ciento de los ciudadanos, hartos de la situación política, piensa que el Gobierno debería someterse a una cuestión de confianza en el Congreso de los Diputados, lo que haría posible estudiar un nuevo proyecto de convivencia social, como se hizo, ante la admiración de muchos, en la etapa de la Transición. Un proyecto pensado por todos y basado en nuestros valores, que busque un desarrollo justo para todos los miembros de la patria común. No perdamos la esperanza de llegar a ese cambio.
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