La tercera
Asalto a la economía
«Nuestro Gobierno no sólo no sabe, sino que además no quiere enfrentarse con problemas que son sólo abordables desde el lado de la oferta, reduciendo el gasto y el endeudamiento públicos, bajando impuestos, dejando de penalizar a las empresas, permitiendo funcionar a los mercados y fortaleciendo las instituciones. Su inacción y desinterés rivalizan con su incompetencia»

Se atribuye a Winston Churchill, tras la humillante derrota frente al socialista Clement Attlee al final de la guerra, la idea de que la cosa más fácil del mundo es manipular a un pueblo que no sabe economía porque una ciudadanía ignorante tiende a votar ... de buena fe por la peor opción: planes que permiten a políticos corruptos manejar recursos públicos en beneficio propio. Sin embargo, Churchill se quedaba corto. Hay situaciones aún peores. Un electorado ignorante de los principios básicos que rigen la riqueza y la hacienda -o persuadido por promesas redistributivas- puede inclinarse por políticos aún más ignorantes que los propios electores o, para empeorarlo aún más, por políticos que los lleven a la ruina porque no sólo no saben análisis económico sino que éste no les interesa como objetivo de gobierno. Desgraciadamente, ésta es nuestra situación actual. A pesar de contar con la generación de mejores economistas en la Administración del Estado, la mayoría de los políticos que nos gobiernan no sólo carecen de una formación fiable en materia económica, sino que la desprecian y agreden y, lo que es peor, relegan las preocupaciones por las condiciones de vida de sus gobernados a una cuestión de orden menor.
La coalición socio-comunista en el Gobierno llegó al poder dispuesta a encarar los problemas económicos con una estrategia leninista: al asalto. Primero, intentaron ocupar todos los centros de decisión; segundo, intentaron neutralizar cualquier control o crítica a su gestión; tercero, eligieron otro mecanismo como instrumento único: la expansión del gasto y la deuda; y cuarto, arrinconaron todos los problemas reales de la economía -desempleo, productividad, energía, inflación- como objetivos menores solucionables con más gasto, impuestos y deuda.
Los problemas reales se subordinaron al objetivo fundamental de la nueva política, la consecución y mantenimiento del poder. Los miembros comunistas han impuesto su tradición leninista y del neomarxismo gramsciano de rechazar el economicismo, la preocupación burguesa por los asuntos materiales en favor de la sensibilidad, la igualdad, la identidad, el género, el cambio climático. Todo ello desde el poder, en ausencia del mercado y las instituciones.
Las decisiones económicas empezaron a tener menos control parlamentario, los órganos independientes de supervisión empezaron a dejar de serlo, los ‘lobbies’ sindicales volvieron a influir en las decisiones públicas y el sistema jurídico, empezando por la Fiscalía, empezó a ser escandalosamente mediatizado. La expansión totalitaria del Ejecutivo lo ha llevado a extremos desconocidos en las democracias, tales como querer nacionalizar los medios de comunicación, indultar a golpistas convictos, excarcelar terroristas o arrinconar en sus funciones a la Jefatura del Estado.
Las consecuencias económicas del totalitarismo político que se presentaba como salvador de los débiles son alarmantes. Seguimos teniendo las tasas más altas de desempleo de Europa, la productividad laboral no mejora, el impacto diferencial de la pandemia, la crisis energética y la inflación nos colocan en los peores puestos internacionales y la presión fiscal y el endeudamiento se han disparado. Una proporción cada vez mayor de la ciudadanía está acercándose a los niveles de pobreza. Las proclamas de «no dejar a nadie atrás» y «recuperar el Estado de bienestar» no han funcionando y los inversores se preguntan cómo va a salir de esta crisis un Gobierno que no actúa, y que cuando lo hace es con más deuda, más gastos, más impuestos y más controles. Nuestro Gobierno no sólo no sabe, sino que además no quiere enfrentarse con problemas que son sólo abordables desde el lado de la oferta, reduciendo el gasto y el endeudamiento públicos, bajando impuestos, dejando de penalizar a las empresas, permitiendo funcionar a los mercados y fortaleciendo las instituciones. Inacción y desinterés rivalizan con la incompetencia.
Nuestro presidente aprendió la poca economía que sabe -la otra suele plagiarla- en los últimos reductos complutenses del dependentismo leninista y la lucha antiimperialista. La cultura del mercado, la libertad de precios, el cumplimiento de los contratos y la igualdad ante la ley le son tan ajenos como a la mayoría de sus acólitos en el Gobierno. No entienden que la inflación es un problema fundamentalmente monetario -la cantidad de dinero (M3) en la eurozona se ha casi duplicado desde 2008- y pretenden controlarla limitando precios; tampoco asocian las crisis a la expansión del crédito y los medios de pago: piensan que se producen por la mala distribución del ingreso y la insuficiencia de demanda que esto provoca; piensan que lo más urgente es la descarbonización, la inversión verde y morada, y el aumento de la progresividad fiscal junto con la expansión del gasto público y la redestribución-predistribución a través de convenios, pactos y controles de rentas; vinculan las pensiones al IPC; aconsejan que hay que abandonar la represión financiera y el fetichismo del déficit, imponen más impuestos a empresas y bancos y establecen un suelo de ingresos públicos mínimo; se les escapa que la escasez de vivienda tiene que ver con la limitación de la oferta implícita en las leyes del suelo y creen, como pensaba el general Franco, que limitando las rentas se facilita el acceso a ellas; no comprenden los criterios que los empleadores usan para contratar trabajadores, así que creen resolver el desempleo impidiendo, tal como también hizo el Caudillo, el despido o estableciendo salarios mínimos. Es decir, cuando tienen que tomar decisiones económicas, al no poder acudir a soluciones leninistas revolucionarias, actúan como keynesianos irresponsables o adoptan medidas castizas de las que creíamos habernos librado hace años.
Nada más lejos de las socialdemocracias europeas modernas. De hecho, la ruptura socialdemócrata con el leninismo se produjo por la preocupación de los revisionistas -Bernstein, Bebel, Kautsky- con las condiciones económicas de los trabajadores y la estrategia para mejorarlas. No se trataba de una cuestión de deslealtad y traición política, como pretendía Lenin, sino de algo de más calado intelectual. En contraposición a los marxistas-leninistas, los renegados socialdemócratas sí estaban interesados en las mejoras de las condiciones de vida de la gente y comprendieron que los salarios reales no crecían aniquilando a la burguesía, sino incrementando la productividad del trabajo y vendiéndoselo a buen precio a los empresarios. En vez del genocidio y el terror leninista, la socialdemocracia inteligente puso en marcha una estrategia de mejora que no pasaba necesariamente por asaltar el poder.
Pero el asalto al poder y sus resortes económicos es precisamente lo que el Gobierno social-comunista de La Moncloa ha intentado hacer desde hace ya casi cuatro años. Siempre que se han interpuesto en su propósito de asaltar el poder, intentan desmontar cualquier aspecto del delicado y complejo edificio institucional de la Constitución -incluyendo la Corona- que tan difícil fue construir. Están intentado anular la separación de poderes del Estado y echando abajo la seguridad jurídica en la que se basa nuestra sociedad abierta de mercado. Están asaltando la economía y toda la sociedad. La anomalía sanchista tiene que ver poco con la socialdemocracia moderna y civilizada. Como en los tiempos de Franco, volvemos a ser la excepción, la excepción convulsa, de Europa.
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Pedro Fraile Balbín es catedrático de Hª Económica de la Universidad Carlos III
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