Semana Santa de Cuenca, una pasión y un silencio...
La Semana de Pasión conquense, en palabras de Federico Muelas, «no se parece a ninguna otra de España. Es una solemnidad grande, lacerante, litúrgica, donde las procesiones constituyen un milagro de insólita naturalidad»
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Para los viajeros que llegan con ojos acostumbrados al deslumbrante esplendor de los desfiles procesionales del mediodía andaluz, el espectáculo de sus cofradías revestidas de sobriedad y fervor es de una impresión cautivadora. Podríamos especificar sus tres esenciales motivos de admiración.
La primera sorpresa es la sobriedad de sus Pasos procesionales y del recorrer litúrgico.
Nada de lujo, ni de fulgurantes alhajas –aunque ahora proliferen un poco más- en las imágenes. Las Vírgenes de Cuenca no llevan más aderezos que las brillantes lágrimas del dolor y alguna digna corona. Las procesiones son sobrias y austeras como la tierra, pero en cambio tienen en su propia fisonomía un temblor único y producen una escalofriante sensación a quien las contempla y mucho más, a quien las procesiona.
En Cuenca no hay saetas
El segundo motivo de asombro es su silencio. En la Semana Santa de Cuenca no hay saetas, como en Andalucía, ni van las Vírgenes recamadas de joyas, bajo los suntuosos palios de terciopelo.
El tercer motivo –tal vez uno de los más admirados ahora- es su escenario urbano que bien le decora con callejas empinadas y estrechas, esquinas demoledoras por su trazado en el que los faroles y tulipas esquivan al miedo, suelos empedrados que hacen retumbar con estridente y misterioso sonido, el golpe de las horquillas al unísono en un regular y acompasado ritmo y sobre todo, la Luz de esta ciudad, artificial y natural, cuando la luminosidad se cruza con los miedos de su tenebrosidad nocturna, mientras la Luna marca el camino, brillante y lacerante, para que sus imágenes sientan el peso del pecado.
No hay aplausos apenas, ni vítores, salvo los gritos de la Turba al paso del Nazareno, pero en cambio existe una emoción única y un lamento desgarrador provocado por el grandioso y patético Miserere, ese grito melódico que se lanza al aire místico de esta ciudad y que el Coro del Conservatorio canta con virtuosismo en cada procesión
Se dice que el Miserere de Cuenca, está compuesto por un hijo de la localidad, el maestro Santiago Pradas, organista de la catedral y compositor de música sacra en el siglo XIX.

La Semana Santa de Cuenca es la fiesta de esta ciudad por excelencia. Declarada de Interés Turístico Internacional, actualmente presenta unos desfiles ingentes de nazarenos y son treinta y cuatro las hermandades que conforman su Junta de Cofradías, de las cuales trece son anteriores al siglo XIX, cuatro de ese mismo siglo, quince del siglo XX y una del XXI. Aquí también se ha conjugado la tradición con la modernidad; a las formas barrocas primigenias se han unido una serie de aportaciones artísticas de claro género popular. Todas, una a una, cada procesión es especial y bella. Tal vez, de todas ellas, la más conocida y famosa es la del amanecer del viernes santo, llamada Procesión Camino del Calvario, donde «Las Turbas», término vulgar que les define, provocan la singularidad de una Semana de Pasión admirada y visitada por infinidad de público. Tambores y clarines rugen, desde la madrugada, a cada paso de sus imágenes, provocando en toda la ciudad, el sonido desgarrador de una Turba que clama ante el reo. Es única y por ello, le hace más patética y a la vez, más universal. Poetas la han plasmado en sus versos y pintores y fotógrafos la han inmortalizado.
La mayor parte de esas trece Cofradías nacidas antes del siglo XIX nacieron al impulso de la piedad gremial que en Cuenca alumbró durante los siglos XVII y XVIII. Las Hermandades se agrupaban por profesiones y oficios, y su devota vinculación a los mismos se transmitía de padres a hijos, de generación en generación; así la Soledad y el Santo Sepulcro, agrupaba a todos los abogados de Cuenca; la Hermandad de San Juan, a los carpinteros y madereros; la del Cristo de los Espejos, a los tejedores y laneros; el Paso del Huerto, a los hortelanos; el Jesús de la Columna, a los albañiles…
En la actualidad las hermandades desfilan desde la mañana del Domingo de Ramos hasta la mañana gloriosa del Domingo de Resurrección, incluido el lunes santo con la procesión coordinada por la Vera Cruz. El de Ramos, el día de los niños, la plaza mayor se engalana de flores y ramos, congregando a miles de personas con sus mejores ropas para aclamar a la Borriquilla; mientras que «el domingo de Resurrección, mañana gloriosa, es un día dulce, piadoso y violento –en palabras de César González Ruano- que huele a flor muerta y a cera derretida, y es al mismo tiempo, el barandal donde mejor se entiende a Cuenca, una ciudad, que no es patética, sino post-patética, porque su drama cósmico revienta de conmovida alegría…»
Muchas de las tallas son de incalculable valor escultórico, pues su mérito artístico se lo da el sello de sus imagineros, autores de maravillosas imágenes. Escultores conquenses como Luis Marco Pérez, el más prolífico y reconocido maestro; Vicente Marín; Javier Barrios; Leonardo Martínez Bueno, o de escultores fura de nuestras fronteras como Federico Coullaut-Valera, Mendigutia, López del Espino, entre otros.
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