Inmaculada Concepción
La mujer vestida de sol que Sevilla defendió hasta la muerte
La ciudad impulsó el dogma concepcionista y forjó una iconografía que pervive como una huella inalterable en el callejero y en cada iglesia
Una ruta por las diez Inmaculadas «ocultas» en las iglesias de Sevilla

La Sevilla que no se pierde en las modas y la novelería, la que sigue identificada con su propia historia y la recuerda más allá de alumbrados navideños desprovistos de la propia esencia cristiana, se reivindica cada 8 de diciembre. Aquí no hay vísperas ... que trivialicen la solemnidad, como ocurre en el Corpus. La fiesta de la Inmaculada Concepción tiene bien marcada su medida y su huella, y se celebra como es precepto. Su iconografía está forjada por los grandes pintores y escultores del barroco y se representa en cada rincón de la capital.
El empuje de Sevilla ante la Santa Sede fue la clave para que se proclamara el dogma concepcionista en toda la cristiandad y eso está grabado a fuego en el callejero y en cada templo de la diócesis. Pero, de ¿dónde viene aquella defensa que protagonizó la ciudad en pleno Siglo de Oro?
Por aquella causa ha habido motines y hasta escisiones dentro de la propia Iglesia. Pero Sevilla tuvo claro que, a la pregunta de si la Virgen María fue concebida sin mancha original o si nació pecadora como el resto de la humanidad, había que defender lo primero hasta la muerte, si hiciera falta.
Todo empezó a finales del siglo XVI. En 1578 hay constancia de que el Cabildo Catedral celebraba una octava en honor a Nuestra Señora de la Concepción, con la misma fuerza que lo hacía con la solemnidad del Corpus Christi, en la que bailaban los seises, como se sigue haciendo en la actualidad.
Pasaron los años y, en 1613, un fraile dominico del convento de Regina pronunció un sermón que provocó un auténtico escándalo en la ciudad: negó la concepción inmaculada de la Virgen, que nació, según dijo, «como vos y como yo y como Martín Lutero». Aquellas palabras obtuvieron la respuesta ciudadana con actos de desagravio y enfrentamientos teológicos entre los franciscanos y jesuitas contra los dominicos, elevados aún más por la lucha de poder que mantenían las órdenes religiosas en aquella Sevilla de principios del siglo XVII. La ciudad se llenó de pasquines anónimos que atacaban a los defensores de la Inmaculada calificándolos de ignorantes, incluyendo al propio arzobispo, capitán de un ejército de «traperos, lacayos, zapateros, hortelanos, pastores, azacanes...». Y así, tras dos años de enfrentamientos y amenazas, una hermandad, la del Silencio, proclamó en 1615 por primera vez en el mundo el siguiente juramento: «Creer, confesar y defender hasta dar la vida el misterio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María».
De Madrid al Vaticano
A la cofradía de Jesús Nazareno se le unieron numerosas corporaciones religiosas y otros colectivos civiles, como gremios, el propio Ayuntamiento, la Audiencia o la Universidad. Esta guerra no paró y, de hecho -como cuenta el historiador Julio Mayo- el asunto tomó un cariz político que empezó a preocupar a la Corona. Una comisión partió en 1616 desde Sevilla a la corte de Felipe III para hacerle saber al rey que, si no apoyaba el dogma, la monarquía española podría sufrir una profunda herida. En aquella comisión estaban el canónigo Mateo Vázquez de Leca -a quien el Ayuntamiento le quitó su calle junto a Santa Ana hace dos años poniendo de manifiesto el profundo desconocimiento del personaje- y Bernando de Toro, duque de Lerma.
Lo consiguieron, y el siguiente paso era llegar hasta el Vaticano. El arzobispo Pedro de Castro y Quiñones acudió a Roma para conseguir el apoyo de la Iglesia para que reconociera oficialmente a la Virgen como Pura y Limpia de cualquier mancha de pecado original. Y, con la misma comisión que fue a Madrid, logró que el Papa Pablo V aprobase una medalla de la Inmaculada con la inscripción: «Concebida sin pecado original», en 1617.
Comenzó, así, el impulso para crear una iconografía de la Virgen Inmaculada para la que discutieron los grandes artistas del barroco. A partir de una imagen recién bendecida en la hermandad del Silencio, conocida como la Virgen del Alma Mía, comenzó a forjarse cómo debían ser los atributos y colores de la Inmaculada. Esta talla sirvió como modelo a Pacheco, Velázquez, Martínez Montañés y a Murillo, que terminaron de fijar el canon de esta advocación en sus obras. Y, en torno a ella, se desarrolló todo el movimiento concepcionista de principios del siglo XVII. El reto era plasmar la visión apocalíptica de una monja portuguesa, Beatriz da Silva: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza».
La iconografía
El primero en basarse en la citada descripción de la monja fue Francisco Pacheco. En su tratado 'El arte de la pintura' aconsejaba pintar a la Inmaculada con túnica blanca y manto azul, aunque también la pintó con túnica de color jacinto, como se hacía desde la Edad Media, como es la 'Inmaculada Concepción con Miguel Cid' de la Catedral.
Velázquez, que respetó esos parámetros marcados por Pacheco, siguió plasmándola como se hacía anteriormente: con túnica roja, pero aportó una novedad: le incluyó elementos en el fondo como la Torre del Oro o la Giralda. Alonso Cano, por su parte, compañero de Velázquez, tanto en su faceta de pintor como de escultor ilustró esta iconografía de la misma manera.



Desde que Pacheco pintara su primera Inmaculada, en 1612 -la que está en la Universidad de Navarra-, hasta que hiciera lo propio Murillo, pasaron casi 40 años. Su primera representación de la Purísima es, probablemente, la 'Concepción Grande' del Bellas Artes, fechada en 1650. Desde el primer momento, el pintor rompió los moldes establecidos. La dotó de dinamismo, con el vuelo del manto azul y, por supuesto, con una túnica blanca. La diferencia fundamental con sus antecesores fue que Murillo prescindió de los atributos marianos, dejando únicamente la luna bajo sus pies y el 'vestido de sol', que lo representaba con el fondo de color ámbar. La representó casi 20 veces y consolidó el modelo, que fue copiado por todo el mundo.
En ese círculo de artistas defensores del dogma estaba Juan Martínez Montañés, que hizo lo propio: fijó en la escultura, como con la 'Cieguecita' el canon de la Inmaculada que luego fue seguido por el resto de artistas.
Hoy, a las 10 horas en la Catedral, se conmemora la solemnidad que instituyó más de dos siglos después, en 1854, el Papa Pío XI, que proclamó el dogma que se inició en Sevilla en 1615 y a cuya ciudad se le debe la iconografía reconocida en todo el mundo... dando su vida si fuera necesario.
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