Es un lugar común de la política norteamericana (hay toda una magnífica serie sobre ello, «Veep») decir que el puesto de vicepresidente no comporta poder alguno: decir incluso que es honorario es un eufemismo. Correcto, a menos que el presidente sea alguien como Bush hijo y que el «vice» sea Dick Cheney : entonces la ecuación del poder de la nación mejor armada del mundo se convierte en un arma de destrucción masiva. Si pillan esta alusión, a lo que hizo Cheney pese a no ser «nadie», a ese falso polvorín que propició el verdadero polvorín sobre el que seguimos sentados, ya han articulado la principal pega que se le puede poner a esta película: que todo esto ya nos lo sabemos.
También dirán, desde otros lugares, que es antiamericana, pero eso ya se lo decían a quienes han acometido empresas similares, como Michael Moore o el últimamente desaparecido en combate Oliver Stone, ese gran polemista de los años 90 cuya ira y elocuencia (y uso excesivo de un montaje expresivo digno de la escuela soviética) parecen inspirar no pocos momentos de este aparente biopic tan poco aséptico.
No se pretende humanizar a Dick Cheney (como hizo el propio Stone con alguno de sus sujetos) sino explicar el funcionamiento del Himalaya de la presidencia americana con la misma urgencia narrativa (incluido el empleo magistral de la voz en off) que imprimió, digamos, Martin Scorsese , a sus mejores crónicas de la mafia (la analogía no es casual).
Para el espectador español, además, no sé si es tan evidente que ya nos lo sabemos… Haría falta más metraje –una miniserie casi aunque a este ritmo resultaría agotadora– para documentar el significado real de nombres y escándalos como el de la corporación Halliburton que aquí se mencionan como de pasada. Aunque solo sea para que no puedan repetirse, en esta era de Donald Trump al que no se menciona tampoco más que de pasada: ¿quién será su «vice», su Cheney, más allá del chiste de decir que es Putin?.
Por Antonio Weinrichter