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Cuanto más Keaton, mejor

SI nos fiamos de la Historia, muy cerca de este preciso instante (el de escribir, no el de leer), pero hace setenta y cinco años, se estrenaba en Nueva York «El maquinista de La General». El 22 de diciembre de 1926 se desenrollaron para el público por primera vez los ocho rollos más libres de la historia del cine. Más libres y más desbocados. Ahora, a Buster Keaton se le llama Buster Keaton, pero entonces, en aquella España, se le llamaba «Pamplinas», y cuenta en sus memorias que, cuando le tradujeron su significado al inglés, algo así como «un poquito de nada», ocurrió algo insólito: le arrancó un gesto de perplejidad al mármol prieto de su cara. En Francia lo llamaban «Malec», también intraducible por algo más concreto que «el agujero de la rosquilla»..., más o menos. En sus tristísimas memorias cuenta cuando, de visita turística con el madrileño y hollywoodiense Gilbert Roland, le sacaron a hombros de la Plaza de Toros de Toledo..., pero ésa es otra historia.

La historia, hoy, es que hace setenta y cinco años se estrenó en Nueva York «El maquinista de La General», donde Buster Keaton (y el siempre olvidado Clyde Bruckman, co-director, co-guionista y co-laborador habitual de ésta y otra media docena de películas más de Keaton) narra los amores de Johnny Gray por una máquina de tren y por una muchachita llamada Annabelle (Marion Mack), a la cual ha de salvar de las garras de sus raptores...

Y ahora vamos a lo fundamental de la historia: ¿Cómo es posible que algo tan evanescente como el humor, como un «gags», permanezca intacto, respetado por el roce del tiempo, setenta y cinco años después? Buster Keaton, que empezó de niño haciendo de «balleta humana» en un número junto a sus padres y se murió entre la indiferencia y la indigencia, está considerado hoy como uno de los más grandes genios que ha dado el cine: como un Ford con los dos ojos saltones, un Wilder con mordaza, un Welles escueto y sin barriga, una especie de Chaplin a campo abierto, tan gracioso, tan profundo, tan poético y no tan..., tan..., tan... No sé, como si Buster Keaton se diera menos importancia.

En aquel Hollywood que tanto le robó (durante décadas vio sus «gags» entre los colmillos de los cómicos de moda), en aquel Hollywood en el que se acabó riendo hasta Greta Garbo, Buster Keaton no se quitó nunca el palo de su cara de escobilla. Y si alguna vez se hizo gracia a sí mismo, nadie se lo llegó a notar.

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