PÁSALO
La cantina del Titi
Ni es venta ni chiringuito. Es otra cosa. Es, quizás, lo que perdimos
Hace ya demasiados años, tras un programa de televisión con ventanas al sol de Andalucía, conducido por Domi del Postigo y producido por Paco Cervantes, un espíritu benefactor nos condujo a la gloria en San Fernando. La gloria no es la apoteosis de un delirio ... de fe y colorido de un maestro del barroco. La gloria, al menos en la tierra, es la sorpresa natural de zamparte una dorada a la plancha mientras la marea inunda el velador donde estás comiendo, subiéndote las aguas atlánticas hasta las rodillas, en un remake en absoluto dramático de la escena de los violinistas del Titanic. Tal y como suena. Comes sobre terreno imperial de la mar y la mar, cuando se le sube a la cabeza su tronío, reclama lo suyo inundando los veladores donde lo gozan los clientes. No hay miedo. La pleamar es el plato sorpresa de un menú que no viene en la carta, pero que todos los parroquianos esperan disfrutar como un regalo de la casa. Como agasajo de la casa hay quien da un chupito de hierbas y en la cantina del Titi en San Fernando es el Atlántico quien invita a remojarte los pies. Hay en nuestras vidas veraniegas muchísimos chiringuitos y ventorrillos. Pero les aseguro que como este que les describo en la humilde casería de Ossio en San Fernando, yo, al menos, he contado muy pocas.
La noche que lo descubrí, guiado por el olfato explorador de Pepe Arenzana, no di crédito a lo que veía. Parecía un pequeño poblado marinero del Caribe, con los colores de sus bohíos sacados de la necesidad, amarillos, verdes, blancos, recibiéndote la voz rajá de un casete de Camarón, tan amigo del lugar. Sin dudas, la salsa jonda de aquel trampantojo caribeño que lo trajo hasta San Fernando una de esas mareas que hoy les besan los pies a los clientes mientras repican las campanillas del paladar por sus tortillitas de camarones. El profesor Domingo Baluffo me ruega encarecidamente que no de norte de este tesoro antropológico de la bahía. Y el amigo José Luís Arroyo de la Peña me alerta que ese chiringuito es un aliado de la humanidad a la que le ha salvado muchas veces la vida. En términos marineros, digamos, que José Luís la eleva a casi la misma altura que la Cruz Roja del Mar, socorriendo naufragios de días infernales…
Las noches de la cantina del Titi son cinematográficas, con la playa inmediata convertida en cuarto de cabales de la flamencura, con los jueves para lo jondo y los domingos para la rumba cigaleá y la bulería refrescante. Y si doy norte de este tesoro de la antropología del litoral es porque corre peligro cierto. Con Costas nos hemos topado. Que anda echándole malos ojos por hacer cumplir la ley que no siempre es lo más justo. Este es uno de esos casos donde la norma se quiere imponer al bien común de una cita que es mucho más que una caballa con picaillo. Esta venta marinera es la memoria de otros tiempos y el patrimonio sentimental, histórico, gastronómico y vital de un pueblo que no debería perder un templo tan sagrado para celebrar lo bello que es vivir. El local no tiene estrellas en la Michelín. Las tiene todas en el cielo que lo protege y alumbra el inolvidable juego de los niños por la arena mientras sus padres se recuerdan en ellos hace ya demasiados años. Gloria a la cantina del Titi, porque ni es venta ni es chiringuito. Es otra cosa. Es lo que perdimos…
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