LA TERCERA
Los límites del mundo
«Nunca son inocuas las palabras. Generan sensaciones, propician imágenes, están vivas y dan vida. También con ellas actuamos por lo que tal vez deberíamos replantearnos lo de que las palabras se las lleva el viento»
Querida y vieja Europa
Cine taurino

En un artículo publicado en la revista 'Cuadernos para el Diálogo', en enero de 1972, titulado 'Las trampas de lo inefable', Carmen Martín Gaite se centraba en la importancia de la palabra y la atención que le debemos. «¿Quién le suministra a la palabra ... los cuidados que requiere?», se preguntaba, y continuaba con el análisis de que «a medida que se proclama que vivimos en un mundo de incomunicación, que nadie habla con nadie, que nos convertimos en máquinas, menor es el interés y el ahínco por buscar solución a los males del diálogo, de la comunicación, en el terreno del logos». Han pasado 53 años, toda mi vida en realidad, y me descubro pensando que podríamos suscribir en la actualidad cada una de sus frases menos la que se refiere a un mundo de incomunicación, momento en que me detengo y me corrijo porque no es lo mismo estar conectado que comunicarse. No es lo mismo entretenerse que participar de la realidad de los demás, comprenderla o al menos intentarlo. Reconocer la perspectiva ajena y así enriquecer la propia. También Iris Murdoch trataba en sus obras el tema de la incomunicación humana y la importancia de las palabras por la misma época, y me pregunto qué pensarían las dos si vivieran ahora. En qué línea irían sus pensamientos. Ni que decir tiene que el maltrato a las palabras se ha incrementado desde los setenta, sobre todo, más allá de la palabra escrita, a la hablada: no hay más que recuperar programas como 'La clave' 'A fondo' para constatar lo que era el uso meditado de la palabra dicha y la pausa para la escucha, y cómo ese equilibrio se nos antoja hoy un lujo y, como tal, una quimera inaccesible en medio de esta cháchara que nos cerca. Este charloteo de mensajes arbitrarios y sensacionalistas, pronunciados con enorme firmeza, que se instalan sobre más capas de mensajes igualmente sesgados e inútiles hasta formar un torbellino lanzado hacia la estratosfera en forma de aullido.
Aullido que para exteriorizar emociones superamos hace tiempo como especie, pero que nos lleva a imaginar y a sospechar cómo estaremos, cómo nos comunicaremos, dentro de otros 53 años si esta involución verbal se mantiene a este ritmo. Si se sigue apostando por un lenguaje simplificado hasta el absurdo, censurando novelas, contemplando la idea de que podemos llegar a expresar un pensamiento medianamente sofisticado con las imposiciones vertiginosas de las redes, despreciando las Humanidades en los planes de estudio, resumiendo los libros para que el esfuerzo lector sea menos que mínimo, perdiendo de vista la evidencia de que lenguaje y pensamiento van íntimamente relacionados. Decía Ana María Matute que «el ser humano no ha evolucionado tanto. Ha evolucionado la tecnología, pero el hombre sigue llorando como en la Edad Media», lo que nos genera un desconcierto mental digno de consideración ya que seguimos siendo corazones tendidos al sol pero con una capacidad de expresión que parecemos haber limitado de manera consciente y voluntaria a 280 caracteres.
Escribo este texto pocas horas después del encuentro entre los presidentes Zelenski y Trump del viernes 28 de febrero en la Casa Blanca, aún pasmada, como un gran porcentaje de la población mundial, ante la violencia de la reunión, y no sólo por el fondo de lo que se ha dicho sino también por cómo se ha dicho. Tras la, digamos, insólita deriva de la conversación, otras mentes se encargarán de analizar las posibles consecuencias estratégicas, políticas o financieras, pero no pasemos por alto que lo que allí se empleó fueron palabras, que esas palabras condujeron al desenlace y que las palabras por tanto tienen una enorme importancia. No sólo la precisión, la fidelidad a lo que se quiere expresar, la elección de las frases, su encadenamiento y cómo se dirigen al receptor, sino también cómo se reciben porque la escucha de la argumentación del otro es tan esencial como la preparación del discurso propio. «La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha», dijo Montaigne. Pues bien, en lo que a todo esto se refiere, en el manejo del lenguaje, en la capacidad para mostrarse a la altura de las circunstancias más allá de mostrar una completa indiferencia ante la posibilidad de ofender al huésped, al invitado, tanto el señor Trump como su equipo se han revelado como unos destacados 'losers'.
Resulta curioso constatar cómo quien tanto alardea de riqueza y de 'big business' es víctima de una obstinada pobreza de vocabulario y de una igualmente pobre aportación discursiva de sus proyectos y razonamientos. Uno de los participantes en la reunión empleó el idioma del otro, con lo que eso supone tanto de gentileza como de desventaja expresiva, y recuerdo en este punto el análisis literario e intelectual de Maryse Condé al afirmar que no está necesariamente relacionada la riqueza económica de un país con la riqueza cultural. La transcendencia que se le concede al saber, al cultivo del conocimiento y el talento, a las ideas, a la creación en todos sus ámbitos e incluso a esa cortesía con que se manifiesta la consideración y la deferencia hacia el interlocutor. Esencial es lo que se dice, pero también cómo se dice, y el término diplomacia no debe de encontrarse entre las 'cards' del señor Trump y sus asesores.
Nunca son inocuas las palabras. Generan sensaciones, propician imágenes mentales, están vivas y dan vida. Y no sólo en la ficción, con los personajes que creamos, sino también en la realidad del día a día cuando con ellas provocamos reacciones, inspiramos, motivamos a avanzar. También con las palabras actuamos, por lo que tal vez deberíamos replantearnos aquello de que las palabras se las lleva el viento. La desgana al hablar es una muestra de desdén hacia el destinatario, como lo es la poca elaboración del discurso, la tendencia a no terminar las frases, a emplear las mismas consignas en una especie de 'staccato' desgarbado y machacón, como si hubiera quien de verdad creyera que por repetir muchas veces lo mismo va a terminar por convertir en verdad lo que sea que afirme.
En España pasamos no hace tanto de un estado en que buena parte de la población no sabía leer ni escribir a que dispongamos todos de la posibilidad de aprender y ser sabios. Lectores, hablantes, oyentes hábiles, capaces de un pensamiento abstracto, de descifrar mensajes complejos, de entender el símbolo y la metáfora. Con una claridad verbal que exteriorice la labor mental. De modo que hacia atrás ni para tomar impulso. Siguiendo la frase de Wittgenstein «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», no queramos reflejarnos en un espejo limitado.
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