el ángulo oscuro
El genio de Ibáñez
El asunto central era la celebración de una vida entre el apaño y la chapuza
Elogio del pucherazo
Marcos mentales de serie
Yo llegué todavía a leer, cuando era niño gafotas y retraído, las historietas de Ibáñez en los tebeos que se compraban semanalmente en el quiosco. El genio fértil de Ibáñez se probaba en la captación costumbrista del alma española, condimentada con el azafrán del ... esperpento y el surrealismo más despepitados. En los tebeos de Ibáñez había policías calvorotas y covachuelistas miopes, había señores bajitos y señoras con doble papada, todos tan pichis y sin complejos, todos viviendo en el alambre, entre apaños y chapuzas, y confiados a la Providencia.
Yo diría que el asunto central de todos los tebeos de Ibáñez era la celebración de una vida entre el apaño y la chapuza, con personajes alegres y baldragas, siempre en el alambre del desastre, siempre descalabrados pero contentos, siempre salvados por esa bonhomía tan española, que después del berrinche se va al bar de la esquina, para tomarse su cervecita fresca. Pero aquella España tan apetitosamente humana sería luego aplastada, como se prueba en los álbumes últimos de Mortadelo y Filemón, donde el costumbrismo esperpéntico de las primeras entregas quedaba anegado por una marea de inmundicias: expos y olimpiadas, pelotazos urbanísticos, 'ayudas' europeas, etcétera. Por eso, a medida que la España hórrida del Régimen del 78 lo anegaba todo, el pobre Mortadelo tenía que exagerar su pulsión transformista, disfrazándose de buzo, de troglodita o de calamar; de lo que fuera, con tal de evadirse de aquella pocilga irrespirable. Este 'escapismo' de Ibáñez también se notaba en la acción 'secundaria' que escondía socarronamente en sus viñetas (y en la que casi nadie reparaba), con ratones tumbados a la bartola o gusanos que se pegaban un atracón zampando legajos.
Entre todas las historietas de Ibáñez, '13, rue del Percebe' era su obra maestra. En aquel edificio convivían un caco bonachón y torpísimo, unos niños atorrantes, un doctor chiflado, una anciana coleccionista de mascotas, un tendero cabrón, una familia de realquilados, el moroso del ático y don Hurón, una suerte de Diógenes del alcantarillado. Y, por supuesto, el ascensor estaba perpetuamente estropeado, para impedir que se subieran a él los okupas, el alquiler turístico, los vecinos que ponen el reguetón a toda pastilla, los vecinos poliamorosos, los vecinos que se matan a pajas viendo porno en interné, los vecinos solitarios que mueren y se pudren en su apartamento, los vecinos que sólo comen pizzas que les traen repartidores de Globo en patinete, los vecinos veganos que quieren poner placas solares en el tejado (todos ellos sin hijos, faltaría más); y, para más inri, los buzones atestados de propaganda electoral. Un ascensor estropeado que nos defendía, en fin, de toda la cochambre que trajo el Régimen del 78, para acabar con la supervivencia de una España de quijotes y lazarillos, celestinas y buscones que, en sus postrimerías, todavía hizo posible el genio costumbrista y esperpéntico de Ibáñez.
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