LA TERCERA
Velázquez y el Salón de Reinos
«Una vez inaugurada la Galería de las Colecciones Reales, el proyecto del Salón de Reinos puesto en su lugar de origen es la gran apuesta de la cultura española para los próximos años. Velázquez será allí, cómo no, el principal protagonista, con su modernísimo sentido del espacio y del tiempo»
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La hegeliana lechuza de Minerva solo emprende su vuelo al anochecer. Concluido el ciclo histórico de la gran pintura clásica, cabe otorgar a nuestro Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1559-1660) el título honorífico de 'mejor pintor de todos los tiempos'. Ávido de honores, ... el ilustre sevillano se sentiría muy complacido ante esta muestra de reconocimiento, así como de otras bien conocidas: «pintor de pintores», «teología de la pintura», «demasiado perfecto»… Este es el juicio que Velázquez ha merecido de la crítica internacional, una vez superada la ignorancia inexcusable y alcanzado en el siglo XIX el reconocimiento universal. Contribuyen a ello decisivamente las monografías del escocés William Stirling-Maxwell y, sobre todo, del alemán Carl Justi, así como la admiración que le profesan los impresionistas franceses. Cada uno ofrece una versión propia; pero ¿cuál es el Velázquez auténtico? Ningún texto dejó nuestro pintor para desconsuelo de historiadores. No hay nada sobre su vida y costumbres, amigos y enemigos y –menos aún– sobre la política de su tiempo. El artista se oculta detrás de la obra. Fue fiel servidor, pero no 'amigo', de Felipe IV, su Rey natural, y formó parte del activo clan andaluz en torno al Conde Duque. Ganó múltiples cargos palatinos y alcanzó la cumbre social que tanto anhelaba al recibir la orden de Santiago, aunque hubo de sufrir el desprecio de quienes concebían la pintura como un arte mecánico. Disfrutó más que nunca en la famosa ocasión de la isla de los Faisanes, donde –poco antes de morir– ofreció una lección de elegancia austera frente al lujo recargado de la parte francesa.
Velázquez pintó muy poco: apenas ciento veinte o ciento treinta lienzos forman parte del catálogo. Es verdad que algunos se perdieron en el incendio del Alcázar madrileño y que los especialistas discuten sobre unas cuantas atribuciones. Son muy pocos si los comparamos con los casi tres mil del cosmopolita Rubens o los ochocientos de Van Dyck, perfecto gentleman en Whitehall, por citar pintores de perfil similar al suyo. ¿Cortesano o artista? Es célebre el juicio de Ortega, siempre brillante: Velázquez fue lo que quiso ser, «un gentilhombre que, de cuando en cuando, da unas pinceladas». Es sabido que su gran flema llegó a exasperar al monarca, que le ordenaba sin éxito regresar de Italia. En cambio, exagera el filósofo cuando carga las tintas contra la rutina estéril de la corte. Dice que Velázquez pudo ser mucho más de lo que fue. Pero, ¿se puede ser mucho más? No lo fue ni siquiera Rubens, el pintor/diplomático que deslumbró al joven pero ya muy reconocido pintor/cortesano durante la estancia del flamenco en Madrid. Además, nuestro personaje estaba allí mismo, en la sede de la Monarquía más poderosa del mundo (o al menos la segunda). Velázquez fue el pintor por antonomasia de la Monarquía de España, forma política que ostentaba todavía un lugar de privilegio en el concierto de las potencias. Jamás conoció Breda, ni participó en ningún hecho de armas, aunque mantuvo contacto con Ambrosio de Spínola como compañero de viaje marítimo de Barcelona a Génova. En cambio, conocía palmo a palmo el ámbito cortesano; es decir que sabía más que nadie sobre Las Meninas. Dice Jonathan Brown que el genio se debatía en la contradicción de ser a la vez un gran caballero y un gran artista. Consiguió ser una cosa y la otra.
Hay otra manera de interpretar al egregio sevillano más allá de la filosofía y la crítica de arte. Gran artista, acaso mejor escritor, Ramón Gaya nos ofrece hermosas páginas al respecto. Velázquez, pájaro solitario, al modo de San Juan de la Cruz: «se va a lo más alto, no sufre compañía, pone el pico al aire…». Vuela así con su obra «límpida, clara como el agua, incolora como el agua», cargada de cierto desdén, hermetismo y desapego. Coincido en lo esencial con esta versión existencial del pintor. A mi juicio, más allá de la cronología, Velázquez no es barroco, ni en su vida ni en su obra. Utiliza, como es natural, las formas propias de su tiempo, pero juega en otro terreno, la visión científica del mundo que es propia también del siglo XVII, la época de Newton o de Descartes. No se debe condenar a los genios a cadena perpetua entre los barrotes de su época. Por lo demás, se ha dicho ingeniosamente que barroco es «todo lo que sobra en una obra de arte», y el caso es que en nuestro autor 'no sobra nada'…
Pero el historiador tiene que tomar tierra una vez disfrutadas las altas cumbres en compañía del pájaro solitario. La circunstancia nos sitúa así en el Madrid de Felipe IV, hoy vindicado frente al eterno reproche patriótico que acompaña a los Austrias 'menores'. Rey culto; coleccionista de gustos refinados y traductor de Guicciardini. También ha mejorado la imagen historiográfica de Olivares, cuyo objetivo era convertir al monarca en Rey de España ad intra, como lo era ad extra, sin sombra de duda. La clave artística del proyecto era el Buen Retiro, y allí el Salón de Reinos, una suerte de galería de héroes españoles. El palacio con sus jardines, estanques y ermitas sirvió como escenario de la regia magnificencia, sobre todo en el plano simbólico y representativo. Cabe recordar el hermoso libro de Jonathan Brown y John Elliott 'Un palacio para el Rey', que inspira el proyecto de ampliación del Museo del Prado, adjudicado por fin –después de un cuarto de siglo– a Norman Foster y Carlos Rubio. Para sorpresa de los ingenuos, el Salón mostrará algún día de nuevo que la Monarquía decadente contaba todavía con ejércitos capaces y eficientes: Breda, Cádiz, Bahía… Zurbarán, Maino, Carducho y otros pintores relevantes adornan esa espléndida colección que presiden los retratos velazqueños y 'Las lanzas', además de los veinticuatro escudos de los Reinos integrantes de la Monarquía compuesta.
Una vez inaugurada la Galería de las Colecciones Reales, el proyecto del Salón de Reinos puesto en su lugar de origen es la gran apuesta de la cultura española para los próximos años. Velázquez será allí, cómo no, el principal protagonista, con su modernísimo sentido del espacio y del tiempo. El genio, servidor objetivo del arte al que pertenece, se reduce a la mínima expresión humana, desaparece con su obra. Me permito insinuar una excepción para confirmar la regla: en el retrato de la niña que conserva la Hispanic Society de Nueva York, luce una mirada inequívoca de cariño. ¿Era tal vez su nieta? Pero no es fácil adivinar los sentimientos de Velázquez. Recuerda aquel sagaz poema de Hölderlin: «¿Posees talento y corazón? / Muéstranos uno u otro / pues a los dos reprobarían / si los mostraras juntos». Su opción, naturalmente, fue mostrarnos el talento y ocultarnos el corazón.
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