CUMBRE DE LA ALIANZA ATLÁNTICA EN MADRID
OTAN: el curso del tiempo
Todo lo que soñamos haber enterrado retorna. Bajo forma perversa. Un nuevo zar, desde el Kremlin, ha iniciado la invasión armada que reinaugura el ancestral sueño de su Imperio: lo de Ucrania es tan sólo el primer movimiento para controlar el paso al Mediterráneo y, de allí al Atlántico
La carta es tan sopesada, tan sobria en sus claves de análisis histórico y político, que ha burlado durante cuatro siglos las catalogaciones y cronologías de los grandes eruditos. En el siglo XIX, se consensuó fecharla hacia el otoño de 1512, cuando, 'nel mezzo del ... cammin' que evoca Dante, y ya redactados 'Il Principe' y los 'Discorsi', sus dos obras capitales, puede exhibir el secretario de la Señoría Florentina Niccolò Machiavelli aquella plenitud que convierte los informes de sus legaciones en el retrato más vívido de la tormentosa Italia de inicios del siglo XVI, sobre cuyo territorio se dirimen los grandes envites entre el Imperio Germánico, Francia y España.
Sabemos hoy, sin embargo, que los mayores estudiosos del siglo XIX se equivocaron al fechar esa misiva. A empezar por el más ilustre de ellos, Edoardo Alvisi, cuya primera edición, en 1883, de las 'Lettere Familiari' la fecha erróneamente en el año 1512 y, también erróneamente, la atribuye dirigida al gonfaloniero de Florencia Pier Soderini. La sabemos hoy fechada, con toda precisión, entre el 13 y el 21 de septiembre de 1506 y dirigida al sobrino de éste, Giovan Battista, amigo personal del autor del 'Príncipe'. Maquiavelo tenía 37 años y estaba en el octavo de su oficio funcionarial al servicio de la Señoría. No es aún, pues, un diplomático de largo recorrido el que escribe estos párrafos, sobre los cuales se asentará la concepción moderna de la política. También, lo más primordial de la naciente filosofía de la historia:
«Puesto que los tiempos varían y cambia el orden de las cosas, es afortunado quien acomoda su modo de proceder a los tiempos; infeliz, por el contrario, aquel cuyas acciones divergen del tiempo y orden de las cosas. Pero, puesto que los tiempos y las cosas, particular y universalmente, cambian de continuo, y los hombres no modifican su imaginación ni sus modos de proceder, resulta que un mismo hombre tiene durante un tiempo buena fortuna y, durante otro, adversa. Y, en verdad, si existiese alguien tan sabio como para conocer los tiempos y los órdenes de las cosas y acomodarse a ellos, tendría siempre buena fortuna y estaría al resguardo siempre de la desdicha, y sería cierto aquello de que el sabio es capaz de dominar las estrellas y los hados».
Mediaban los años ochenta del siglo veinte. Hace ahora cuarenta años. Y nada permitía entonces atisbar el desplome del imperio soviético que seguiría al derribo del muro de Berlín en 1989. Lo que estaba bien presente ante todos era que habíamos entrado en la fase más aguda de la Guerra Fría. El despliegue de misiles de largo alcance y alta tecnología digital a ambos lados del telón de acero hacía presagiar lo peor, sin exceso alguno de retórica. La apuesta por la neutralidad, entonces, era una verosímil búsqueda de la supervivencia.
Ante el riesgo de un inminente choque entre las dos potencias nucleares, nadie en Europa podía aspirar a otra cosa que a quedar aniquilado. El rechazo a la integración en la Alianza Atlántica nació de esa certeza. Y es cierto que hubo quienes, enmascarados bajo esa negativa, traslucían rancias añoranzas de un socialismo soviético, al cual, sin embargo, la mayoría juzgábamos como la tiranía más atroz y larga de cuantas sufriera la Europa moderna. Los de mi edad que defendimos la no integración en la OTAN sabíamos, sin lugar alguno a fantasías, que en la URSS de entonces habríamos sido fusilados. O bien nos estaríamos pudriendo en un campo de trabajo siberiano. Decir 'OTAN no' era entonces legítima defensa, frente a un riesgo para el cual España no estaba militarmente preparada. Y era también denunciar la desvergüenza de aquel Felipe González que se alzó al poder, en 1982, prometiendo exactamente lo contrario de lo que en 1986 imponía.
Pasaron los tiempos, pasaron las circunstancias, pasamos nosotros. En el otoño de 1989 asistí, en Berlín, a la caída del Muro. En 1990 escribí mis crónicas desde la Rumanía devastada por Ceaucescu. Y en 1991, finalmente, escuché, en la voz de Gorbachov, la disolución de la Unión Soviética. La Guerra Fría había terminado. Fue un momento gozoso. Y quizás una esperanza ingenua. Pero valió la pena. Hasta hubo pensadores lo bastante simples como para proclamar que el hegeliano 'fin de la historia' se había consumado. Y que la razón universal tomaba finalmente posesión del caótico mundo empírico. Las infantiles tesis de Fukuyama -aquella versión tan trivial de los estudios del muy sabio y aún más políticamente turbio Alexandre Kojève- siempre me dieron risa. Pero hubo gentes sensatas, por entonces, que parecieron creérselas. Y que hasta llegaron a darles cierto barniz de respetabilidad académica.
Pero pensar la política y entender la historia es pensarnos a nosotros mismos: lo que fuimos, lo que ya nunca seremos. Y entender por qué era justo que fuéramos así. Y entender por qué sería catastrófico no entender lo que el paso del tiempo hizo de nosotros, de nuestro mundo. Y hoy, todo lo que soñamos haber enterrado retorna. Bajo forma perversa. Un nuevo zar, desde el Kremlin, ha iniciado la invasión armada que reinaugura el ancestral sueño de su Imperio: lo de Ucrania es tan sólo el primer movimiento para controlar el paso al Mediterráneo y, de allí al Atlántico. Del otro lado de la raya tras la cual se atrinchera Putin, hay sólo una Europa desarmada. Por completo. Y una sola certeza: sin la OTAN, el continente durará hoy, ante los tanques rusos, menos de lo que duró ante los tanques nazis en 1939. OTAN o Putin: lo verdaderamente duro es que no existe ya otra alternativa.
En el año 1520, dos grandes Medici, el Papa León X y el que será futuro Papa Clemente VII, encargan al ya viejo Maquiavelo un informe decisivo: ¿por qué se desmoronó el esplendor de Florencia? Y Maquiavelo, impávido, responde: por lo mismo que su esplendor se alzó. Los tiempos y las circunstancias cambiaron en tres decenios. Y el principado mediceo, que fue con Cosme y Lorenzo motor de la abundancia, se fosilizó y se trocó en obstáculo. Insalvable. El tiempo todo lo pudre. Entonces como ahora.
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