cambio de guardia
Estigma del dolor
El dolor concierne a dos sólo: el paciente que lo sufre y el médico que lo diagnostica y alivia. Las sectas -todas- sobran

Nada deben los humanos combatir con más empeño que el dolor innecesario. En las formas triviales, que exigen un tenue calmante para aliviar la jaqueca o las lumbalgias. En las formas intolerables, a las cuales debe enfrentarse la morfina. En sus variedades ocasionales como en ... las cíclicas: en la súbita desvitalización de una muela, como en las mensuales dismenorreas o en el mazo repetido de las migrañas. No hay dolor que no deba ser acotado y, en la medida de lo posible, suprimido. Lo verdaderamente extraño es que haya que legislar sobre eso. Un médico que no diera baja laboral al paciente a quien el dolor inhabilita sería un delincuente; además de estar violando el mandato hipocrático. Legislar cada dolor humano por separado es un acto de insensatez que sólo puede abrir camino a lo arbitrario.
La tragedia más hosca del animal humano no es la muerte: ésta es sencillamente el precio de la vida. Es fácil no morir: basta para lograrlo con no haber vivido. Y, en rigor, muerte y vida son lo mismo: sólo lo muerto no muere. Muere lo vivo. Es lo que la poesía barroca española percibió con intensidad conmocionante. Así, el Quevedo que nos llama «presentes sucesiones de difunto». Que sabe, pues, que no es trágico morir: morir es haber vivido en el curso del tiempo.
La tragedia humana se llama dolor: eso en cuyas formas más duras vivir puede hacerse inaceptable. Y es en esa lucha por reducir el sufrimiento donde la medicina se juega lo más hondo de su envite. Aquellos que hayan tenido cerca alguna de las formas límite del dolor en un enfermo terminal de hace medio siglo y hayan vuelto a confrontarse a eso hoy, saben la deuda que tienen con el sabio afinamiento selectivo que de los opiáceos supo hacer la medicina en estos últimos decenios. Morir es necesario. Ser torturado, no.
No es una idea particularmente innovadora. La medicina hipocrática nació en Grecia sobre esa certeza de que hacer la vida vivible es la aspiración primera de un médico, porque «la ciencia y el arte no tienen nada que enseñar, el ánimo es incapaz de esfuerzo, la riqueza inútil y la elocuencia ineficaz si falta la salud», enseñaba Herófilo, que fue, en el siglo III antes de Cristo, uno de los primeros disectores del cerebro humano. Como sobre todos los médicos de la Hélade, pesaba en él aquella grave tradición ética que arranca de Epicuro y que ve la clave del feliz sosiego humano en «no recibir de parte alguna ni ese dolor ni esa tristeza que son el verdadero mal».
Legislar el dolor dictando demarcaciones sexuales o dolencias específicas es, sin más, una burla. En todo cuanto al sufrir se refiere, debe el Estado hacerse invisible: eludir cualquier retórica que busque capitalizar sus usos. El dolor concierne a dos sólo: el paciente que lo sufre y el médico que lo diagnostica y alivia. Las sectas -todas- sobran.
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