9 de mayo
Esto que ayer conmemoraba Putin no es victoria alguna sobre el nazismo. Es el alzado de un parapeto de acero

Eurípides lo pone en boca de una troyana que, de princesa, ha caído en esclava: «Es el deber de un sabio evitar la guerra; pero, cuando resulta inevitable padecerla, gloria es para una ciudad perecer con grandeza: la única vergüenza está en morir como un ... cobarde». Y habla, en la voz de la joven Casandra, una certeza común al genio griego: «No creáis en la felicidad de hombre alguno, aun del más dichoso, antes de que haya muerto». El coste de una guerra no termina en la victoria sobre el campo de batalla. Ni en la derrota.
El 8 de mayo de 1945, a las 22.43 y en Berlín (la diferencia horaria hace que Moscú lo conmemore el día 9), el mariscal de campo Wilhelm Keitel firmaba la capitulación alemana que ponía fin a la mayor matanza de la historia. Y la más salvaje de cuantas nos son conocidas: entre cincuenta y cien millones de muertos, cifran sus vagas estadísticas. También, el más masivo exterminio de civiles que una guerra haya generado. Pero era apenas pausa, ese final. Como pausa había sido, antes, la firma del armisticio del 11 de noviembre de 1918. Apenas dos años después de aquel 8 de mayo, se inician los 44 años de la llamada (pésimamente llamada) ‘guerra fría’: la única de verdad mundial. Su número total de víctimas es, en rigor, incalculable.
Escuchar, en estos días de masacre sobre suelo ucraniano, al Putin que ensalza la «victoria rusa sobre el nazismo» hiela la sangre. Y claro que todos sabemos, desde el remotísimo tratado de Sun Tzu, que guerra y verdad se excluyen entre sí, que no hay guerra que pueda desplegarse sino como refinado arte de ficción y de engaño al enemigo (y al amigo). Pero no es tan difícil, en la corta distancia de los hechos, restablecer datos al alcance de cualquiera que sepa, sin más, leer los libros.
No fue propósito de la Rusia de Stalin combatir el nazismo. El suyo era, en estricto rigor, el proyecto de repartir un continente entre dos imperios -y dos doctrinas- que se juzgaban mutuamente complementarios. En función de lo cual, Ribbentrop y Molotov firmaban su pacto de no agresión frente a las «plutocracias anglosajonas» en agosto de 1939. Y no, no fue la URSS de Stalin la que rompió ese pacto para declarar la guerra a Hitler. Fue Hitler quien, al invadir a sangre y fuego Rusia en junio del 41, no dejó a Stalin más alternativa que la de luchar a muerte por su supervivencia.
Los pactos se invirtieron, en función de las necesidades militares. Y volvieron a invertirse cuando, terminada la guerra, la política imperial rusa retornó. Y esto que ayer conmemoraba el Putin que hereda las mitologías despóticas de la Gran Rusia no es victoria alguna sobre el nazismo. Es el alzado de un parapeto de acero, tras el cual media Europa iba a ser esclavizada durante medio siglo. Vuelve esa tentación ahora. No, no creamos «en la felicidad de hombre alguno». Antes de tiempo.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete