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santiago de compostela

Un vecino de Angrois tras el accidente de tren: «Cargué muertos. ¡Espeluznante!»

Los vecinos de la barriada del accidente fueron los primeros en socorrer a las víctimas, con sus mantas y sus fuerzas. Tras el caos, un silencio atronador inundó la zona en la madrugada

Un vecino de Angrois tras el accidente de tren: «Cargué muertos. ¡Espeluznante!» efe

abraham coco

Y de repente se hizo el silencio. Un silencio atronador que contenía toda la heroicidad de Angrois, una barriada poco conocida a las afueras de Santiago por su zona sur. Retirada, de esas por las que solo pasan a diario los lugareños, algunos de los que todavía cultivan hortalizas -ayer pisoteadas- en sus jardines. La tragedia cruzó a una velocidad desorbitada y colocaba en el mapa de las desgracias a Angrois. Y descubría el coraje de sus habitantes.

Ellos habían sido los primeros en enterarse de lo que acababa de suceder cuando el tren descarriló frente a sus casas . Habían escuchado un enorme estruendo y chirridos. Los primeros en ayudar a las víctimas con lo que tenían: las mantas que con las que siempre habían arropado sus fríos en los húmedos inviernos compostelanos daban ahora calor a los heridos y sepultura a los fallecidos esparcidos. Con sus manos rompieron vallas y ventanas.

«He cargado muertos, he sujetado sueros...», cuenta Jesús Martínez Cruz . Acaba de subir del escenario de la catástrofe. Le espera su mujer, aún nerviosa, sobrecogida e impaciente, casi sin acertar a decir palabra, sentada con su chaleco reflectante en el césped seco, rodeada de vendas, guantes, trozos de papel con sangre, jeringuillas... Es el mismo lugar donde pocas horas antes se acumulaban afectados.

Pero ahora los servicios de emergencias ya no necesitan a los vecinos, que fueron los primeros en correr en auxilio de quienes gritaban «¡ayuda, por favor! ¡Sacadme de aquí». Y, entonces, Jesús y el resto, a medianoche, pasan a un discreto segundo plano tras el cordón de seguridad. Se habían vaciado para dar todo lo que les pedían. Y en ese silencio, Angrois comenzaba a forjar su leyenda de hombres generosos y valientes . Todos los vecinos juntos, apiñados en una cuesta, en absoluto mutismo, despiertos durante una larga madrugada, tratan de otear cómo evolucionan los trabajos de recuperar cadáveres varios metros abajo.

Pero aún a esa hora algunos, como Jesús, se resisten a no poder echar una mano, y él se enzarza en una breve discusión con uno de los agentes. Termina por comprender que su colaboración altruista ya ha terminado.

Reunidos en el bar

Sentados en el suelo, bomberos exhaustos esperan a que dos grandes grúas se preparen para mover los vagones en peor estado, los de la cola del tren. Y en el bar Rozas, Martín Rozas improvisa cafés para todos. Periodistas, policías, el fiscal, personal jurídico..., todos van pasando por la barra en busca de solos, cortados y con leche -preparados con una cafetera de las de casa, tal es la humildad de su negocio- para lograr reponer fuerzas.

Ahora Martín despacha azucarillos. Pero pocas horas antes también él había corrido hacia las vías. Estaba con un grupo de amigos cuando oyó el estruendo. «¡Ha sido espeluznante!». En voz baja, entrecortada por la emoción, siguen las conversaciones: los que por el ruido pensaban que era una bomba, que se había caído el puente...

María José alaba la actuación de los servicios de emergencias, aunque hay quien se queja de que al otro lado del teléfono se tomaron a bromas sus llamadas de socorro . Una joven tiene que ser llevada unos minutos a una ambulancia después de sufrir un mareo tras tanto tiempo en pie. Mercedes no puede olvidar la gran polvareda ni los tres cadáveres sangrando que vio en la carretera. Su sobrino contó hasta cuarenta. Quienes ya no están en el barrio son dos enfermeras que, en su día libre, no han dudado en incorporarse al hospital como refuerzo. Nadie toca las botellas de agua que se utilizaron para socorrer a los pasajeros...

Poco a poco, todos se van retirando, pero aún a las cinco de la mañana quedan grupos numerosos. Antes habían llegado a ser unos doscientos. Con las primeras luces, algunos dormitan tirados donde encuentran hueco. Quedaba un largo día por delante.

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