Así luchaban los íberos, los hispanos indomables que causaban pavor a las legiones romanas
Aunque se ha extendido que usaban de manera generalizada la falcata, lo más habitual era que combatieran con lanza y escudo
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
Los alabó hasta Estrabón. En sus textos, el historiador clásico nacido en el siglo I admitió que la ferocidad de los guerreros íberos hacía temblar a las legiones romanas. Aunque también dejó negro sobre blanco que el gran error de aquellas tribus fue haberse dividido en mil una facciones: «Si hubieran logrado juntar sus armas, no hubieran llegado a dominar la mayor parte de sus tierras ni los cartagineses, ni antes los habitantes de Tiro, ni los celtas ni los romanos». Llevaba razón, pues Hispania, como él mismo señaló, estaba dividida en «cuatro o cinco» zonas, cada una dominada por diferentes pueblos.
Sorprende que estos soldados se convirtieran en una verdadera pesadilla para las legiones romanas, pero así fue. Tras los primeros combates contra los ejércitos de la República, se ganaron la fama de combatientes temibles. Narran las fuentes clásicas que los iberos, así como el resto de tribus afincadas en la región, destacaban por ser «anárquicos, amantes de la libertad y de las armas, activos y belicosísimos». Autores como Apiano (nacido entre los siglos I y II) les definieron como combatientes a los que deponer las armas les resultaba peor que la muerte y que, llegado el momento, cuando se hallaron asediados por romanos y púnicos, prefirieron suicidarse a dejarse capturar.
Aterradores
Saber dónde empieza la realidad y acaba la exageración de los autores clásicos al reseñar el miedo que imponían en el campo de batalla supone un reto. Sin embargo, lo que no se puede negar es que los iberos no dejaban indiferentes a sus enemigos. Así lo confirma el historiador del siglo I Tito Livio al reseñar que sus gritos de guerra hacían que se encogiera el corazón tanto de los legionarios que se enfrentaban a ellos, como del resto de los pueblos aliados de Roma. Muchos, por cierto, procedentes también de la misma península. «Los suesetanos apenas sí resistieron su grito de guerra, cuánto menos su ataque», escribió el autor clásico.
Su estampa, desgarbada y fiera en palabras de Apiano, favorecía todavía más esa imagen de bárbaros dispuestos a dejarse la vida en el combate: «Atacaban en medio de un gran griterío y clamores a la usanza bárbara, y con largas cabelleras que agitaban en los combates ante los enemigos». Algo normal, según Estrabón, para un pueblo al que tildó de fiero: «Los pobladores de las aldeas son salvajes, y así son también la mayoría de los íberos; las ciudades mismas no pueden ejercer su influjo civilizador cuando la mayor parte de la población habita los bosques y amenaza la tranquilidad de sus vecinos». Los legionarios, según parece, no estaban acostumbrados a aquella estampa.
Uno de los estudiosos que se ha zambullido de lleno en este tema ha sido el historiador Benjamín Collado Hinarejos, autor de ensayos como 'Los iberos y su mundo' (Akal). Y suscribe la imagen que nuestros vecinos italianos tenían de los habitantes de la península. «En las fuentes romanas se habla con mucho respeto de todos los guerreros hispanos, no solo de los íberos, y se alaba en ellos su valor y resistencia. Resaltaban el hecho de que era tal el aprecio que estos tenían a sus armas que pensaban que la vida sin ellas no era tal, y que preferían la guerra al descanso», explica a ABC.
Hinarejos, un virtuoso de los iberos y de su forma de hacer la guerra, afirma que, todavía hoy, existen una larga lista de dudas entorno a este pueblo. Aunque, está convencido, podemos tener algunas cosas claras. La primera es que otorgaban gran importancia a la caballería en batalla. La segunda, que su habilidad en la lid era reconocida en el mundo antiguo, pues actuaron como mercenarios para cartagineses o para la misma República. «No solo eran respetados por sus poderosos enemigos cuando los tenían enfrente. Cuando eran encuadrados dentro de sus ejércitos, los colocaban con frecuencia en los lugares clave de sus filas por la confianza que tenían en ellos. Esto lo hicieron por igual tanto los cartagineses como los romanos», sostiene.
Equipos y estrategia
El enigma más grande es cómo hacían la guerra. Lo primero que habría que señalar de este conjunto de pueblos que habitaban el este de la península es que no tenían ejércitos permanentes. La columna vertebral de sus fuerzas eran hombres que, «en su día a día eran simples agricultores, ganaderos o artesanos», pero a los que los nobles locales llamaban a filas cuando la situación lo requería. Esas élites locales eran las que se dedicaban en realidad a la lid.
Al contar con ejércitos no permanentes, Hinarejos sostiene que resulta imposible describir el equipamiento típico de un guerrero íbero. Cada soldado, dice, se armaría e iría a la guerra acorde a sus posibilidades económicas. Y, según Estrabón, de forma más ligera. Así lo especificó al hacer referencia a los defensores de celtíbera Numancia: «Han combatido en sus guerras como guerreros ligeramente armados, porque luchando al modo de los bandoleros, iban armados a la ligera y llevaban solo, como hemos dicho de los lusitanos, jabalina, honda y espada. La infantería llevaba también mezcladas fuerzas de caballería».
La lista de armas que se utilizaban por entonces en la península es muy larga. La más habitual era la lanza. No sorprende, ya que era sencilla y barata de fabricar y no era necesario contar con experiencia en combate para manejarla. A esta habría que añadir un escudo (redondo u ovalado) como elemento de protección. «A partir de ahí, y según la posición económica de cada uno, se podrían ir sumando otras armas de asta, como la jabalina, la falárica (muy similar al pilum romano) y el soliferreum (una jabalina fabricada completamente de hierro) y las espadas», añade el experto. Esta última no era tan habitual como creemos debido a su alto coste.
El arma íbera más mitificada es la falcata, una espada que se caracteriza por su filo curvado. El mito nos ha transmitido que estaban muy extendidas por toda la península. La realidad, sin embargo, es más dura. «Hay que señalar que las falcatas, a pesar de ser un icono de la cultura ibérica, no eran utilizadas en todo el territorio ni todos los guerreros podían permitírselas; por ejemplo, en el nordeste peninsular preferían las espadas rectas de tipo La Têne», explica el autor a este diario.
Con las protecciones sucedía otro tanto: el dinero marcaba cuál era utilizada. «Además de los escudos más sencillos, encontraríamos corazas y cascos de cuero o tejido endurecido y pectorales y cascos metálicos, estos últimos solo al alcance de unos pocos privilegiados», señala. Algo parecido, recuerda el autor, sucedía con las monturas: «Durante buena parte del periodo ibérico únicamente los aristócratas podrían permitirse un caballo, aunque a partir del siglo III a.C. su uso se extendería».
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