La letal doctrina de superbombarderos: el secreto que avergüenza a EEUU desde hace 75 años
Dos doctrinas se enfrentaron a sangre y fuego en las fuerzas aéreas aliadas: ¿bombardeos de área o selectivos? Malcolm Gladwell analiza el auge y el declive de ambas en un nuevo ensayo que huele a superventas

El día de reyes de 1945 no trajo un buen presente al joven general Haywood Hansell , al frente del 21º Escuadrón de Bombarderos . Lo suyo fue peor que el carbón. Aquel 6 de enero, su superior arribó a Guam en avión ... para darle una pésima noticia: «Esto no está funcionando. Te quedas fuera». El oficial se resquebrajó por dentro; estaba «completamente hundido». Lo peor fue conocer que su sustituto sería Curtis LeMay , su antítesis a nivel táctico. Si él había apostado por los bombardeos selectivos para no asolar ciudades enteras, el nuevo mandamás era partidario de soltar bombas en masa para terminar la Segunda Guerra Mundial cuanto antes.
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Hansell recorrió la Milla Verde poco después. LeMay llegó a la isla con esperanzas de evitar el acercamiento, pero no hubo suerte. Terminaron por encontrarse y, para colmo, un responsable de la oficina de relaciones públicas les pidió hacerse una fotografía juntos. El relevado posó con los ojos entrecerrados; su sustituto, mirando al suelo. Hubieran preferido estar en cualquier otro lugar... La nueva obra del escritor superventas Malcolm Gladwell , ' El clan de los bombarderos ' (Taurus) analiza el complejo proceso que llevó hasta esa instantánea, lo que ocurrió una vez que sonó el obturador y las implicaciones que tuvo y tiene hoy, que son muchas.
Nuevo paradigma
LeMay marcó un antes y un después en la historia de las fuerzas aéreas internacionales. Si hasta ese momento había una escuela convencida, según Gladwell, de que era posible rendir Nueva York con 17 explosivos lanzados en enclaves estratégicos, él dio rienda suelta a los bombarderos masivos sobre Japón. Su máxima era que, cuando antes se rindiera el país del sol naciente, menos soldados estadounidenses caerían al verse obligados a combatir isla a isla. Y lo estremecedor es que, en gran parte, llevaba razón. «Su planteamiento comportó que todo el mundo recuperase la paz y la prosperidad lo antes posible», explica el autor en su obra.

Desde entonces, las fuerzas aéreas y, para ser más específicos, los bombarderos, se han convertido en una pieza clave de las guerras. De hecho, y según han desvelado estos meses analistas internacionales como el comandante de la 'Royal Air Force' Edward Stringer , el mayor problema de Vladimir Putin es que no posee todavía el dominio de los cielos. El Kremlin, que ha sufrido una verdadera escabechina en lo que a cazas se refiere debido a las medidas antiaéreas y a las continuas misiones del medio centenar de aparatos que tiene operativos Kiev, no puede permitirse el lujo de sacar a pasear sus pájaros más pesados, superbombarderos cuyo germen se remonta a los B-29 de la IIGM.
Por si fuera poco, y tal y como narró Stringer en un extenso artículo para 'The Atlantic', Rusia ha cometido un error que ya criticaron muchos altos oficiales en la Segunda Guerra Mundial: «En lugar de trabajar para controlar los cielos, su fuerza aérea se ha limitado a dar apoyo al ejército de tierra. Centrarse en la infantería puede funcionar si se tiene un número casi infinito de soldados y la nación está preparada para perderlos, pero Rusia no se lo puede permitir». Lo que más sorprende es que una nación con casi 4.000 aviones de combate y que desató un verdadero infierno aéreo en Siria , Georgia y Chechenia haya caído en este error.
Vieja escuela
Aunque el ensayo es mucho más que la evolución de la doctrina aérea en la Segunda Guerra Mundial. El autor comienza su viaje dos décadas antes, una vez que estallaron las hostilidades en la vieja Europa tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando . En un conflicto en que los cielos los surcaban aviones de contrachapado de ala doble y los explosivos se arrojaban a mano desde la carlinga era imposible pedir precisión. Pero, vista ya la barbarie que podía causar la letal carga de los aeroplanos, un grupo de pilotos se planteó en la década de los veinte la necesidad de que los bombarderos no afectaran a las ciudades y a los civiles.
Aquellos tipos, el ' clan de los bombarderos ' –la expresión original en inglés era 'mafia de los bombarderos'–, se obcecó con valerse de la tecnología para reducir el número de bajas. Estaban convencidos de que la clave era invertir en las aeronaves. Así lo expresó uno de sus principales líderes, Harold George : «Éramos unos auténticos entusiastas; estábamos iniciando una suerte de cruzada sabiendo que solo éramos una docena y que quienes se oponían a nosotros eran unos diez mil oficiales, además de todo el Ejército y de toda la Armada». Se decía de ellos que tenían un punto rebelde, y no es mentira a nivel doctrinal.

Una de los inventos por los que apostó el 'clan de los bombarderos' fue el creado por el ingeniero Carl L. Norden : la mira Mark XV . «Pesaba 25 kilos y era, en esencia, un ordenador analógico; un estilizado artilugio mecánico compuesto de espejos, un telescopio, rodamientos de bolas, niveles y diales», explica el autor en el libro. El objetivo de la 'Mira Norden' era que los aviadores pudieran lanzar las bombas en un punto concreto del campo de batalla. «Desde el avión en movimiento, el bombardero observaba el objetivo a través del telescopio y realizaba una serie de ajustes increíblemente complicados», completa Gladwell. Miles fueron adquiridas poco antes de la IIGM. Armamento de futuro para una guerra sin apenas bajas.
Doctrinas frente a frente
Los aviadores del club insistieron en su flamante doctrina. Estaban convencidos de que el secreto para obtener la victoria en los conflictos era apostar por una suerte de guerra relámpago aérea que acabase con objetivos concretos: la red eléctrica, los puentes, los suministros de agua, las fábricas clave del enemigo y otras tantas infraestructuras básicas para la supervivencia. La idea era que dejasen de morir miles de infantes sobre el terreno; llevar el conflicto a otra esfera. En concreto, a los cielos, desde donde las fuerzas aéreas decidirían el destino de las potencias. Habría muertes, pero muchas –muchísimas– menos.
La llegada de la Segunda Guerra Mundial revitalizó las viejas creencias del clan. Los herederos de las ideas del bombardeo selectivo se vieron aupados por la evolución de los aviones y el nacimiento de máquinas como el JU-88 , capaz de depositar explosivos sobre un punto concreto del terreno –un búnker o una pieza de artillería, por ejemplo– tras lanzarse en picado contra él. Si lograban hacer lo mismo a una distancia mucho mayor, el conflicto habría tocado a su fin. La primera prueba se les presentó pronto. En agosto de 1943, el Alto Mando Aliado –en el que ya alzaba la voz un tal Hansell– escogió como objetivo las fábricas de bolas de rodamiento de la localidad bávara de Schweinfurt .
El resultado fue pésimo. «El problema fundamental no fue la ejecución chapucera del plan de batalla. Eso fue un síntoma. El auténtico problema tenía que ver con la piedra angular de la ideología del 'Clan de los bombarderos', en lo que a mecánica se refiere: la mira Norden», añade el autor en su obra. Al bombardeo selectivo se le vieron las costuras: decenas de civiles murieron , las fábricas no sufrieron daños severos y la industria teutona no se detuvo. Casi una sesentena de aeroplanos sufrieron también daños, 17 de los cuales tuvieron que ser retirados del servicio. Un desastre que contrastó con los éxitos de los ataques en masa desde el cielo planteados por el británico Arthur Harris .

Schweinfurt y otras tantas derrotas ocultaron los nimios éxitos de los bombardeos selectivos. A pesar de ello, el plan siguió adelante de la mano de Hansell. Durante meses después de la derrota nazi, los superbombarderos B-29 siguieron lanzando incursiones sobre Japón desde la base de las Marianas . Pero la fe en la vieja idea del clan se redujo cada vez más. Al final, LeMay tomó el relevo; un nativo de Ohio que fumaba puros a pares y que, durante su juventud, había trabajado en una fundición. Un hombre práctico, según el autor del ensayo; o, más bien, el «solucionador de problemas definitivo de las Fuerzas Aéreas».
LeMay apostó por los bombardeos en alfombra equivalentes a los que se habían perpetrado en la Guerra Civil española . Quería ganar la guerra lo antes posible, y su arma secreta para ello fueron los superbombarderos y el napalm . Llegó a sembrar Tokio de explosivos para obligar al Emperador a capitular. Para él, las ciudades y los civiles no tenían valor; tan solo eran el eslabón débil que presionaría a su gobierno para abandonar el conflicto. Al final, aquella campaña del terror tuvo éxito y, tras las dos bombas atómicas, todo terminó. De no ser así, afirma Gladwell en su obra, el conflicto se habría extendido, como mínimo, un año más, con los consiguientes ataúdes que se habrían tenido que llenar.
Con todo, Gladwell es partidario de que no hay blancos y negros. Aunque LeMay ganó la batalla de la doctrina inmediata, la guerra actual ha demostrado que los bombardeos selectivos son igual de determinantes que los masivos. Ucrania ha dejado claro que acabar con un hangar enemigo o una batería de artillería puntual es igual de determinante para el resultado del conflicto; lo mismo que los drones. Si serán la palanca para obtener la victoria y superarán a sus hermanos mayores, solo el tiempo lo dirá. Y todo esto, mientras Putin rabia y anhela desesperado el control de los cielos para poder desplegar su poder; uno u otro, ambos le valen.
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