Los motivos ocultos (y eróticos) por los que los Borbones franceses levantaron el Palacio de Versalles
Con el objeto de alojar a sus primeras (y aún secretas) amantes, el Rey Sol acondicionó el estrecho y apolillado pabellón de caza que su padre frecuentaba solo o en compañía masculina en una localidad a veinte kilómetros de París
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La española Ana de Austria , Reina consorte de Francia, encargó a su doncella preferida, Cateau la Tuerta, que introdujera con 14 años en los placeres de la carne a su primogénito, el futuro Luis XIV, con el objeto de evitar la apatía que ... ella había sufrido con su marido Luis XIII, un monarca Borbón obsesionado con la caza y las compañías masculinas. Como explica Michel Vergé-Franceschi y Anna Moretti en su obra ‘Una historia erótica de Versalles’ (El ojo del tiempo), a pesar de que la profesora era desdentada, con labios negroides y, en efecto, muy tuerta, el joven Luis se extasió con las lecciones de Cateau y hasta realizó alguna que otra práctica.
Galería de Versalles.
El joven Luis XIV desarrolló la personalidad de un narcisista perfeccionista obnubilado con su imagen. No lo hizo por mero capricho, sino por responsabilidad de Estado hacia una Francia donde la constitución política y la constitución física del Monarca eran la misma cosa en el imaginario colectivo. El cuerpo de Luis XIV , hombre de gran estatura, 1,80 metros, elevada a un más con sus tacones, se presentaba al pueblo como la de un poder sobrehumano.
Se decía que el extraordinario apetito del Rey (digestivo y sexual) era fruto de una cavidad estomacal y sexual fuera de lo común, propia de un dios, aunque en apariencia de tamaño humano. Cazaba y levantaba barras a diario para mantenerse en forma. Sus lustrosas pantorrillas le dotaban del salto vertical más espectacular en los bailes de palacio, donde en un alarde atlético titulado entrechat royal el Rey podía impulsarse tan alto como para cruzar las piernas hasta cinco o seis veces antes de que la gravedad le remitiera al suelo. Los cortesanos trataban al Rey como un dios y se disputaban cada servicio íntimo como si les fuera la vida en ello.
Un trauma infantil
Aparte de las mujeres y el culto a su cuerpo, el Rey disfrutaba la vida rodeado de árboles de alto fuste y de animales en sus bosques y su mesa. Apreciaba que las ciudades eran para los pobres y el campo para los reyes, los cazadores. Los dueños. Odiaba las urbes no porque compartiera con Gengis Khan aquello de que las ciudades debilitaban el espíritu del guerrero, sino porque aborrecía los atascos en carroza y porque en una de ellas, a plena luz del día, su abuelo había sido acuchillado. En la mismísima capital Luis había vivido la experiencia más desgarradora de su vida cuando un grupo de parisinos indignados irrumpió, siendo un niño, en el palacio real demandando ver al Rey. Tras ser conducidos a su alcoba, se quedaron mirando a Luis XIV , el cual fingió entre escalofríos seguir dormido. Las ciudades eran una amenaza para los reyes.
Con el objeto de alojar a sus primeras (y aún secretas) amantes, el Rey Sol acondicionó el estrecho y apolillado pabellón de caza que su padre frecuentaba solo o en compañía masculina en una localidad a veinte kilómetros de París . Luis XIV construyó el palacio de Versalles sobre un territorio de arenas movedizas, un paisaje propio de Mordor, pero le dotó de una magnitud y un lujo en cada estancia que sobrepasaba lo conocido. Un cronista del periodo cuenta que, al contemplar lo desmesurado del proyecto, el embajador inglés comentó que estaba fuera de la proporción humana. «Efectivamente, está fuera de su proporción, pero no de la mía», replicó Luis XIV con su arrogancia natural.
Una alegoría a Luis XIV, por Charles Le Brun.
En las 17.000 hectáreas de terreno esparció cuatrocientas esculturas, la mayoría tal y como el artista las trajo al mundo, sin ropa, dando trabajo a cuatro generaciones de escultores de falos. Los dramaturgos Molière, Racine y Corneille se instalaron allí con objeto de que nunca faltaran obras de teatro interpretándose en sus jardines y entre sus paredes rebosantes de pinturas, telas preciosas, tapices, mármoles policromados, medallones dorados y bajorrelieves. Una saturación que, por comparación, eleva a varios casinos de Las Vegas a templos dedicados a la sencillez y al recato.
En cuanto estuvo listo Versalles , Luis se afanó en llenar las infinitas estancias también con su colección de féminas. Nueve grandes mujeres hicieron temblar la cama del Monarca, que exploró con sus manos curativas a otras tantísimas de pasada. La lista más exclusiva la integraban Cateau la Tuerta, la prostituta veterana que le despabiló; las hermanas Mancini , sobrinas del poderoso Mazarino, entre cuyos bustos serpenteó el Monarca sin atisbar dónde empezaba una y dónde otra; la princesa de Soubise, cuya cintura de avispa enamoró al Rey con un régimen de comidas extremo; la princesa de Mónaco, «fresca como un sorbete», según se decía en la corte; la duquesa de la Valliere, al final demasiado piadosa, coja y cuellicorta para seguirle el ritmo; la marquesa de Heudicourt, dama de honor de la Reina María Teresa , apodada la Gran Loba por su matrimonio con el gran jefe de Loberos de Francia; madame de Montespan, también dama de honor de la Reina, una pechugona fatal que abandonó a su marido y a sus dos hijos por el Rey, y finalmente madame de Maintenon, hija de un falsificador de dinero, criada en la cárcel, que reveló ser algo más que una efímera compañera de cama.
Un puritano fuera de palacio
Al cruzar los cuarenta, como quien se compra hoy un coche descapotable para disimular sus entradas en el cabello, el soberano ordenó el traslado completo de la corte a Versalles, cuyas obras se aceleraron para doblar el tamaño del palacio. Tras una relación de catorce años, Madame de Montespan , caprichosa y cruel, se imaginó ganadora de la partida y sin rival por el corazón del Rey una vez se trasladaron todos a Versalles. A raíz de la muerte de una efímera amante del Monarca dando a luz a un hijo de este, Montespan se atrevió a bromear con que la joven había caído «en acto de servicio».
Palacio y parque de Versalles
Solo su crueldad superaba su inseguridad. Mientras alardeaba de su dominio sobre el Sol, Montespan hizo acopio de filtros de amor y pociones afrodisíacas que, desde el lúgubre mundo de la brujería , empleó para conservar la atención del soberano. En un país que vivía obsesionado con la persecución de la brujería (se mataron 4.000 mujeres en los siglos de mayor intensidad), el simple rumor de que la favorita había asistido a misas negras y de que en su vientre arrugado se había sacrificado recién nacidos bastó para que la susodicha fuera retirada de Versalles con discreción .
La sustituyó en el corazón, y en la cama regia, la hermosa dama que ejercía como institutriz de los hijos del Rey, incluidos los bastardos de Montespan, y que atesoraba un bagaje cultural impropio de una mujer de su siglo. A la viuda del poeta paralítico Scarron se le apodó de forma burlesca como madame de Maintenant («madame de Ahora»), un capricho con aparente fecha de caducidad que terminó por ser «madame de Siempre» tras permanecer cuarenta años, con sus respectivas noches, pegada al Sol.
Luis se prendió de aquella dama que prestaba tantas atenciones a sus bastardos, de los que el Rey legitimó a veintiuno y que, por mucho que quisiera evitarlo, amaba más que a los que había procreado con su esposa María Teresa. Es más, Madame de Maintenon logró ir más lejos que ninguna de sus otras amantes: se casó en secreto con el Rey tras la muerte de la reina en 1683.
La viuda del poeta paralítico Scarron se le apodó de forma burlesca madame de Maintenant («madame de Ahora»), un capricho con aparente fecha de caducidad que terminó por ser «madame de Siempre»
Lo más paradójico es que aquel Monarca tan desinhibido en su vida privada era extremo en la persecución de la prostitución popular. Conforme sumaba canas a su peluca, Luis XIV se volvió más puritano y hostil a la presencia de casas con puertas pintadas de amarillo, un color que desde al menos el siglo I servía para identificar los prostíbulos. A partir de 1682, el Rey ordenó que los que albergaran prostitutas en Marsella —sede europea de la mala vida desde tiempos de Masalia— fueran condenados a multas de cien libras, y que a las mujeres públicas pilladas en el acto les cortaran la nariz y las orejas para luego pasearlas por el puerto.
En la mismísima localidad de Versalles reclamó con insistencia, so pena de azotes, cerrar los burdeles que daban servicio a la población masculina de 60.000 individuos, la mayoría solteros, que se congregaban en torno a la corte. Como en la España del Siglo de Oro, algunos conventos se especializaron en la reclusión de «mujeres y jóvenes de un libertinaje público y escandaloso», a las cuales, según un reglamento eclesiástico de la época, les cortaban el cabello por ser «las cuerdas por las que el diablo las tenía presas».