Lenny Kravitz, el 'hippismo' de gimnasio

Ya digo que el cambio, en él, es en el fondo una manera de no cambiar, porque en todas las fotos se nos aparece un mismo ejemplar de rockero negro, de apolo canalla, de cantante excéntrico que se pone un abrigo de pieles para lucir el propio pecho de atleta al aire, o al contrario, más un cabaret de medallas.

Ha preferido a menudo los diseños de Roberto Cavalli, que acentúan en cuero su estampa de macarra de buenos modales. Para una gira no remota, usó en escenario veinte modelos completos de Gucci, que cosieron para él. Siempre carga un exceso de joyería bárbara, un barroquismo de pieles o sombreros, pero en él estas euforias quedan como un milagro de medida, porque parece que no sobra ni falta nada, cuando con el armario de un día pudiera vestirse varias noches. Hay, en él, una voracidad de la estética, un hambre de ponérselo todo, salvo que sean prendas ortodoxas y de fácil percha.

Hemos dicho que gastó en el escenario una colección propia de Gucci, y el escenario es fundamental en él, porque nunca se baja del escenario. Lenny viste en artista, y lo acabamos de ver en Hollywood. Va de Kravitz todo el rato. La elección de diversas firmas del vestir no son un recurso de estrella millonaria, sino afinidad con una estética del corte y confección internacional, zona modistos fastuosos. Lenny pilla de aquí, coge de allá, y va componiendo una imagen de artista excesivo que sale a la calle como si fuera a hacerse la foto de portada del próximo disco.

No le hace falta una guitarra al hombro para leer en él, de inmediato, que es un figurón de la música. Va sobrado de todos los fetichismos de los negros, desde los flecos a los collares, y ha eternizado las negras gafas retro, gigantes de montura, una artesanía principal de los grandes de su ramo, desde Keith Richards a Jimmy Hendrix, su maestro arterial, junto a Prince.

Ha cruzado el glam con el piercing, ha hermanado el tatuaje y la levita, ha puesto a convivir la barba de seis días con el terciopelo de última costura. Su apuesta atuendaria resulta hermana de su apuesta musical, que respira del mestizaje. La ropa, así, no aparece como un postizo bien pensado, o un mero adorno, sino como prórroga de su lenguaje artístico, de su idioma propio, que se afianza en una canción, pero también en un abrigo tribal.

Naturalmente, anda en las antípodas de la sobriedad, y toda su antología de fotos da un Lenny distinto, cambiante, que siempre es el mismo caníbal sensible, un tipo de modernidad casi chirriante que no olvida los colores de lo epocal. Le emociona el tatuaje carcelario y le puede el cuello de la camisa por encima de la chaqueta, como los chulos de casino o los gitanos de arte. Un día se fotografió desnudo en una ducha, y lo puso en su página web. Es un distinto de la moda que se inventa cada noche su propia moda. Si vive coleccionando camisas floreadas es porque persigue lo mismo que ansían los pocos audaces de hoy y de siempre: no cambiar nunca.