Spectator in Barcino
Dejar la secta, volver al partido
Puigdemont prometió montar un «pollo de cojones» en España y esa es la única promesa que ha cumplido
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Observo las imágenes del paseo de Puigdemont hasta la tarima donde pronunciaría su alocado mitin para largarse minutos después. Llama la atención la faz de Jordi Turull, el todavía secretario general de Junts. Su expresión, de habitual melancólica como el Tristón de los dibujos animados ( ... la hiena-escudero de Leoncio el León) componía una mueca trágica: en lugar de dar la bienvenida a su líder parecía asistir a su funeral. Quienes jaleaban al César del flequillo y lo guiaban hacia el ridículo integran hoy su Guardia de Corps. Además del tristón Turull y del risueño Josep Rull, contamos a Gonzalo Boye, Laura Borràs, Albert Batet, Míriam Nogueras, Josep Lluís Alay, Toni Castellà, Eduard Pujol, Quim Torra, Lluís Llach…
¿Por qué Turull estaba más tristón de lo que acostumbra? El 8 de agosto de 2024 ponía fecha a la ceremonia de los adioses de Junts, enésima reencarnación de la burguesía catalana para mantener la hegemonía que Pujol alcanzó con Convergència hasta que la corrupción devoró al artefacto extractivo. Con su fuga, Puigdemont no solo se burlaba del Estado: dinamitaba el poco prestigio que quedaba a las instituciones catalanas. Demostraba, una vez más, que su palabra es solo el ruido y la furia de quien solo pretende llamar la atención. Al partido Vox, que promete desmantelar las autonomías, el fugado le proporcionó la mejor coartada: unos mossos desleales con el Estado al que han de servir hacían realidad el sueño húmedo del 'hooligan' Torra. La primavera de 2019 el entonces presidente de la Generalitat, siguiendo el modelo de la Guardia Cívica de Macià, organizó su cuerpo pretoriano. Concurrieron 152 agentes en un concurso sin control de lo mandos policiales. Su misión: escoltar a Torra y a los expresidentes. Méritos de los seleccionados: ser independentistas.
Cinco años después, el Vivales Puigdemont pone sobre el tapete la politización de unos mossos que se quedaron con un palmo de narices cuando les dio esquinazo. Batet balbuceaba arengas en el 'Parlament' de Cataluña como si su jefe estuviera a punto de irrumpir en el hemiciclo jaleado por las multitudes de Companys en el 36; pero ¡ay!, las «multitudes» de Junts no pasaban de tres mil fieles. El fugado hizo lo que es propio de su condición: volverse a fugar (la cobardía marca de la casa).
Puigdemont prometió montar un «pollo de cojones» en España y esa es la única promesa que ha cumplido. El pollo lo monta ahora en Cataluña y pronto lo montará en Junts. Porque si alguna vez pudo ser un activo para esos burgueses catalanes disfrazados de revolucionarios, ese activo ha devenido en activo tóxico. Miquel Sàmper, flamante consejero de Justicia en el gobierno de Illa, abandonó Junts el pasado mes de febrero. Lo de Pujol, aquella Convergència en la que había militado, era un movimiento en torno a un patriarca providencial que en cada momento supo graduar su relación con la realidad institucional. Lo de Puigdemont, con su coqueteo por el todo o nada, no es más que una secta: lo que toca es dejar la secta. Las sectas siempre acaban mal: el líder empuja a sus adeptos al suicidio colectivo. Como Jim Jones, el reverendo estalinista en el Templo del Pueblo de la Guyana. Los líderes como Puigdemont dejan la tierra quemada. Sàmper, como ya hizo Ramon Espadaler, marca el camino para un amplio sector del catalanismo que no quiere «prendre mal».
Deberes para este verano en el Ampurdán y la Cerdaña. Preparar el congreso del 27 de octubre. Deshacerse de los activos (tóxicos): el fugado y sus mariachis. Enterrar al Junts que mengua en votantes y cargos políticos. Clausurar la secta, volver al partido.
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