Diario íntimo de la ceremonia
Enviados a la intemperie
«El viernes no hubo ni fraternité ni egalité y a los periodistas solo nos quedaba la liberté de meternos debajo de un puente»
La lluvia destiñe el desfile pero no puede con un emocionante final

Ustedes vieron por la televisión una ceremonia colosal, brillante. ¡Qué palacios tiene París! ¡Qué bonito el Sena! Sin embargo, deben saber que, cuando los barcos pasaban bajo el majestuoso puente de Alejandro III, con sus estatuas doradas y sus sueños imperiales, ahí abajo, en lo ... más oscuro, entre barrotes de hierro y orines humanos, apoyado difícilmente en un bordillo, con el ordenador sujeto entre las piernas, justo ahí, estaba un servidor escribiéndoles la crónica. Por las pantallas gigantes se veía a María Antonieta con la cabeza cortada, como si la Revolución Francesa hubiese triunfado de verdad, pero el viernes no hubo ni fraternité ni egalité y a los periodistas solo nos quedaba la liberté de meternos debajo de un puente. Al lado, los invitados vip, vestidos de fantasía y Christian Dior, tomaban a cubierto champán y canapés.
Para llegar a ese bordillo, no se crean, hubo que rellenar varias acreditaciones, solicitar distintas pegatinas y pasar controles puntillosos. Eso resultaba molesto, pero daba ilusiones de que hubiera algo al final de camino, qué se yo, una silla, una mesa, un enchufe. Lo mismo nos hubiera dado saltar la valla. Acabamos todos tumbados en una acera junto al Sena, lo que nos obligó a adoptar posturas inverosímiles, que rozaban el contorsionismo y bien podrían acabar ingresando en el programa olímpico. Escribir en el suelo, con el ordenador entre las piernas y el móvil en una mano tiene algo de breaking dance, una cosa a medias entre el maiquelyakson y el robocop. Que se lo apunte el COI para la próxima.

Tal vez piensen ustedes que mis compañeros en el Trocadero estaban mejor por el hecho, casi milagroso, de sentarse en una silla. Los organizadores debieron pensar que bastante suerte habían tenido ya, así que no les pusieron ni una miserable tejavana de uralita. ¡Para qué demonios querrán tantas comodidades! ¡Si están en el Trocadero, viendo todo el rato la Torre Eiffel, muriéndose de envidia por no ser franceses! Con el diluvio, los enchufes se convirtieron en amenazas palpitantes, un ordenador se apagó, manejar el teléfono era casi imposible y los reporteros se cubrieron de plásticos como si se les hubiera caído encima el invernadero. Y luego Estanguet tuvo el cuajo de decir que no había que dejarse impresionar por «unas gotas de lluvia». Abajo te hubiera querido ver, Tony, simpático.
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