Los primeros muros de fuego de Madrid
ABC Cultural se adentra en la muralla islámica de Madrid descubierta durante la construcción de la Galería de las Colecciones Reales
De candiles omeyas a una rara hebilla cristiana o porcelana china: las joyas arqueológicas de la Galería de las Colecciones Reales
«Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son». Álvaro Soler del Campo recuerda ese lema histórico de Madrid que se lee en un trampantojo de la castiza plaza de Puerta Cerrada, mientras apoya su mano en los imponentes restos de la muralla islámica ... descubiertos durante la construcción de la Galería de las Colecciones Reales. Junto al arqueólogo y responsable de la Real Armería hemos traspasado una puerta que separa doce siglos de historia. Atrás hemos dejado el moderno edificio del siglo XXI, que bulle de actividad antes de su inauguración el próximo 25 de julio, para adentrarnos en el pasado más antiguo de Madrid, aquel que refulgía ante las flechas enemigas.
«Mira estas piedras de sílex perfectamente colocadas, una, dos, tres…», las va señalando Soler entre los grandes sillares de granito. «Cada punta de flecha que tocaba la muralla pegaba un chispazo al contacto con el sílex, así que imagínate cuando se disparaban 500…la muralla se convertía en una cortina de fuego».
Ante los restos de una de las torres, la mejor conservada, no resulta difícil reconstruir mentalmente la envergadura que tenía esa imponente fortificación que mandó construir en el siglo IX el quinto emir de Córdoba, Mohamed I, para proteger Toledo. El aparejo empleado de «a soga y tizón», que sigue un orden de piedras en horizontal y vertical más primitivo aquí que en el tramo conservado en la Cuesta de la Vega, indica que estos muros son aún más antiguos. «Por eso podemos decir que es la muralla fundacional», apunta el arqueólogo.
Por eso y porque la torre, de unos cuatro metros de anchura, aún conserva parte de su zarpa, esos escalones en los que se asentaban las antiguas edificaciones omeyas sobre la línea de caída de un barranco. Hemos subido hasta ella por un terraplén artificial que simula ese desnivel hacia la vega del Manzanares por el que antiguamente ascendían los habitantes de la Mayrit islámica.
La Puerta de la Sagra
Justo aquí, entre dos torres, se encontraba una de las puertas de la ciudad que ya dibujó Anton van den Wyngaerde en 1562, con su arco de herradura rematado con dovelas rojas y blancas. Era un acceso mayor que el portillo de la Cuesta de la Vega, sin llegar a ser una puerta triunfal. «Esta parece una puerta de uso normal», comenta Soler. Según la hipótesis que manejan, sería la conocida en época cristiana como Puerta de la Sagra, por su cercanía a la iglesia románica de San Miguel de la Sagra y al barrio al que le dio nombre. «Era una puerta importante porque daba a la Vega y parece que tenía una función más oficial -apunta el historiador- aunque no tenemos ningún documento que diga cuál era el orden jerárquico de puertas en Madrid».
La parte superior de la muralla, con los restos de viviendas del siglo XIV o XV que se adosaron a ella
En otro tiempo habríamos pasado entre las dos torres, donde estarían apostados los cuerpos de guardia y a tres o cuatro metros, una pared nos habría obligado a torcer a la izquierda y después a la derecha antes de entrar finalmente en el recinto. En la época estas puertas se construían «en codo», para su mejor defensa. Hoy, sin embargo, hay que acceder por otro camino. Unas obras de canalización del siglo XVI y XVII hallaron en ese hueco el lugar idóneo para soterrar una conducción de aguas que ahora bloquea el acceso.
Soler nos conduce al otro extremo de la sala y junto al esquinazo de la tercera de las torres descubiertas -«mirad que está a unos pocos metros porque la distancia entre torres en la primera época de la arquitectura omeya son menores»-, nos invita a subir a la muralla, cual soldados almohades que hace más de mil años oteaban el horizonte entre las almenas.
Impone encaramarse a esa contundente línea defensiva de granito y sílex que mide tres metros de anchura. «Es una barbaridad», comenta con expresividad nuestro guía mientras explica que ya una muralla de dos metros se considera potente. «Esto lo hace un emir cuando quiere decir: 'este es mi poder', es una declaración de principios porque esta potencia constructiva refleja la potencia de su estado, hay un mensaje político en cómo construyes», añade.
Soler señala los restos de la puerta de la muralla
Desde esta altura, divisamos a nuestros pies lo que queda de la famosa puerta que tantos cruzaron en la antigüedad, con sus armas, sus cestos o sus animales. Tenía dos metros de anchura y aún conserva alguna de esas piedras de caliza blanca perfectamente talladas, propias de un edificio oficial del emirato. «Tienes que ir a la Puerta de Alcántara o a otras primitivas de Toledo para ver piedras de este tipo», asegura Soler.
Los enseres desenterrados en las excavaciones evocan cómo sería el día a día de los transeúntes de los siglos IX y X que atravesaban ese umbral. Entre las más de doscientas cajas de material recuperado hay vasijas de cerámica usadas por esos primeros madrileños, candiles de aceite típicamente omeyas con los que iluminaban sus casas o una decoración de un muro con una inscripción en árabe que decoró alguna estancia.
Es posible que hubiera una distancia de unos ocho o diez metros desde la puerta a las primeras casas, especula el arqueólogo, pero también que esta parte del recinto fuera un espacio libre para acoger a un ejército que pasara por Madrid de camino a alguna aceifa en el norte. No se ha podido excavar más allá, en los terrenos donde ahora se erigen las oficinas del Arzobispado y la catedral de la Almudena, y Soler desconoce el trazado urbanístico que tuvo esa zona de la ciudad cercana al antiguo alcázar.
Sí se sabe, sin embargo, que este espacio fue cambiando con el tiempo. Desde la muralla islámica nos colamos en unas casas del siglo XIV o XV que aprovecharon el recio muro como pared. Quedan restos de otras paredes internas en paralelo, rebajes que sugieren puertas perdidas y hasta una especie de ventana con el aparejo toledano de mampostería de la época.
Rarezas recuperadas
En 1562, cuando Wyngaerde pintó su vista de Madrid, la puerta de la muralla estaba ya prácticamente sepultada. La vida siguió, las casas se sucedieron en esta zona tan especial de la ciudad situada junto a la armería de Felipe II y próxima a la Real Casa de los Caballeros Pajes, un centro de educación cortesana perteneciente a la caballeriza real.
Aquí han encontrado una rara placa de bronce del siglo XIII de un cinturón, decorada con castillos y leones, que debió perder un noble castellano, y también fragmentos de delicada porcelana china del XVI o XVII que llegó a través del Galeón de Manila. También una moneda de Fernando VII, un guardamonte de una escopeta de caza del siglo XVII, huesos de fauna y miles y miles de fragmentos cerámicos.
En los almacenes del Palacio Real, Soler nos enseña ese pasado guardado con sumo cuidado en cajas que futuros estudios irán poco a poco desvelando. Avistamos cerámicas de Talavera, una ollita medieval pintada, bacines, jofainas… de todo.
El responsable de la Real Armería se ausenta durante unos minutos para buscar una pieza muy especial y regresa sonriente, conla matriz de un gran sello en las manos. En ella se ve a la Virgen, rodeada de los doce apóstoles y el Espíritu Santo y una inscripción en latín escrita al revés, que quedaría plasmada correctamente en el sello de cera. Pertenecía al superior de la orden franciscana y se encontró en la cimentación de la armería de Felipe II.
Según explica Soler, basándose en el informe de excavación de África de Carlos Espinosa, podría estar relacionado con la desaparición de San Miguel de la Sagra y la consagración de la iglesia de San Gil que la sustituyó o con la consagración de la Real Armería en 1558. «Encontrar una pieza de consagración de un edificio es muy, muy raro», asegura mostrando la que será una de las joyas que se expondrán en un futuro en una vitrina de la sala arqueológica de la Galería de las Colecciones Reales.