Los niños perdidos
«Todos los niños desaparecen, misteriosamente –escribe Ana María Matute–. Cuando menos lo espera uno, un día, los niños se han ido, y no vuelven más»
El poder de los cuentos ni se crea, ni se destruye y así se transforma
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«Todos los niños desaparecen, misteriosamente –escribe Ana María Matute–. Cuando menos lo espera uno, un día, los niños se han ido, y no vuelven más». Desaparecen sus cuerpos pequeños, sus voces agudas, su delicada belleza. Se van del mundo y nos los ... volvemos a ver.
Una leyenda victoriana habla de unos niños así. Son los niños que Eva escondió de la mirada de Dios. Dios quiso conocer a los hijos que había tenido con Adán, pero ella solo le enseñó los más guapos y limpios y ocultó de su vista a los otros para que no la avergonzaran. Por el temor a ser descubierta, no pudo volver a recuperarlos y esos niños escondidos dieron lugar con el tiempo a los duendes, los elfos y las otras criaturas del bosque. Esos niños se confunden con los niños que el flautista de Hamelin hechizó con su música y con los niños perdidos de Peter Pan. Representan el espacio del mito, un mundo donde las muchachas hablan con los ángeles, hay niños que vuelan y magos que cubren de regalos a los recién nacidos por creerlos reyes. Ese espacio es el espacio de la adoración y del juego, tan representado en la pintura medieval y renacentista. Todos los niños deben abandonar ese espacio para crecer y entrar en el mundo real. Pero esos niños que quedan atrás –los niños perdidos de Hamelin, el Niño Dios del relato cristiano, los hijos que Eva escondió de la mirada de divina– viven misteriosamente en el mundo de los cuentos y siempre regresan. ¿Sólo en los cuentos? No, también lo hacen en nuestras fantasías cuando amamos a alguien. Ellos son el cortejo lleno de caprichos del amor.
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