Ignaz Semmelweis, el médico que acabó en el manicomio por insistir en lavarse las manos

grandes rivalidades de la ciencia

Este galeno húngaro es un ejemplo de cómo el conservadurismo científico puede enfrentarse a una verdad incómoda y cómo la vanidad profesional puede cobrar miles de vidas inocentes

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Ignaz Semmelweis, en 1860. Wikipedia

En la Viena del siglo XIX, mientras los valses de Strauss resonaban en los salones aristocráticos y el imperio austrohúngaro vivía su esplendor cultural, una silenciosa tragedia se desarrollaba en las salas de maternidad del Hospital General de Viena. Una de cada seis mujeres que ... daba a luz en la primera clínica obstétrica del hospital moría a consecuencia de una misteriosa enfermedad conocida como «fiebre puerperal». Las madres, en lugar de experimentar la alegría de sostener a sus recién nacidos, sucumbían a una infección devastadora que las consumía en cuestión de días.

En este escenario apareció un médico húngaro de nombre Ignaz Philipp Semmelweis, un hombre cuya vida se convertiría en un dramático ejemplo de cómo el conservadurismo científico puede enfrentarse encarnizadamente a una verdad incómoda, y cómo la vanidad profesional puede cobrar miles de vidas inocentes.

El médico que se atrevió a ver lo invisible

Ignaz Semmelweis no era un revolucionario por naturaleza. Nacido en 1818 en Buda, en la actual Budapest, hijo de un próspero comerciante, siguió el camino tradicional de la medicina vienesa, graduándose en 1844. Lejos estaba de imaginar que su carrera lo convertiría en uno de los médicos más controversiales de su época.

En 1846 Semmelweis fue nombrado asistente en la primera clínica obstétrica del Hospital General de Viena. Este nombramiento, que podría haber sido el inicio de una carrera convencional y tranquila, lo enfrentó directamente con una realidad perturbadora: la tasa de mortalidad por fiebre puerperal en su clínica era cinco veces mayor que en la segunda clínica, dirigida por matronas.

Las explicaciones oficiales para esta diferencia eran diversas, algunas rayando en lo ridículo. Se hablaba de factores atmosféricos, miasmas e, incluso, se culpaba a las propias pacientes por su vergüenza al ser atendidas por estudiantes masculinos. Pero Semmelweis no se contentaba con estas explicaciones supersticiosas.

Lo que distinguió a Semmelweis fue su obsesión por los datos y su feroz determinación por resolver el enigma. Comenzó a llevar un registro meticuloso de los casos, analizando los factores potenciales que podían influir en la mortalidad. ¿Era la posición de parto? ¿La dieta? ¿La ventilación? Ninguna variable parecía responder a la pregunta de por qué morían tantas mujeres en su clínica.

El descubrimiento que cambió la medicina

La clave para desentrañar el misterio llegó en 1847, tras la trágica muerte de su colega y amigo, el profesor Jakob Kolletschka. Este galeno había fallecido después de que un estudiante le hiciera accidentalmente un corte en el dedo durante una autopsia. La descripción de la enfermedad que mató a Kolletschka encendió una luz en la mente de Semmelweis: los síntomas eran idénticos a los de la fiebre puerperal.

Semmelweis tuvo una revelación inquietante: los médicos y estudiantes realizaban autopsias por la mañana y luego, sin más, procedían a examinar a las parturientas, llevando consigo lo que él llamó partículas cadavéricas en sus manos. Las matronas, que no realizaban autopsias, no transmitían estas partículas.

Esta observación, que hoy nos parece evidente, era revolucionaria en una época en que la teoría de los gérmenes aún no existía. Semmelweis había descubierto la transmisión de infecciones antes de que se conociera la existencia de las bacterias.

Inmediatamente, estableció un protocolo sencillo pero provocador: ordenó que todos los médicos y estudiantes se lavaran las manos con una solución de cloruro de cal antes de examinar a las pacientes. Los resultados fueron espectaculares. En tan solo un mes la tasa de mortalidad en la primera clínica descendió del 18% al 1%.

El establishment médico contra Semmelweis

Cualquiera pensaría que, ante un éxito tan rotundo, la comunidad médica acogería con entusiasmo el descubrimiento de Semmelweis. Nada más lejos de la realidad. Su innovación sencilla pero efectiva se enfrentó a una feroz resistencia.

Los médicos vieneses, educados en la tradición hipocrática, rechazaron la idea de que ellos mismos pudieran ser portadores de enfermedad. La sugerencia de Semmelweis de que las manos de un médico podían causar la muerte era un ataque directo a la autoimagen de la profesión médica.

La resistencia no fue solo intelectual sino también práctica: muchos médicos se negaron a seguir el protocolo de lavado de manos, considerándolo una pérdida de tiempo. El profesor Johann Klein, supervisor de Semmelweis, se convirtió en su principal detractor. Klein, un médico conservador y autoritario, veía la innovación de Semmelweis como una amenaza a su autoridad y a la tradición médica establecida. Para Klein, la idea de que algo tan simple como el lavado de manos pudiera salvar vidas era absurda y humillante.

Afortunadamente para Semmelweis su trabajo fue respaldado por algunos médicos visionarios, como Alexander Gordon y Oliver Wendell Holmes, y tiempo después los trabajos de Louis Pasteur y Robert Koch proporcionaron la base científica definitiva.

Desgraciadamente no pudo disfrutar de las mieles del éxito, la frustración y el rechazo lo consumieron, llevándolo a un colapso nervioso. Sus enemigos aprovecharon para internarlo en un manicomio donde, irónicamente, murió a causa de una infección. El hombre que luchó por salvar vidas fue víctima de la ignorancia y la suciedad. Un final más propio de una tragedia griega que de una innovación científica.

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