Un Papa en la frontera: comienza su viaje a Mongolia entre la geopolítica y la fe
El Pontífice realiza un viaje de cuatro días a un país estratégico en materia geopolítica, donde una Iglesia naciente recupera sus ecos originarios
El viaje número 43 de Francisco: Mongolia, a razón de 1.500 católicos

Un constructor de puentes. Eso es, etimológicamente, un «Pontífice». Por remotos que resulten sus extremos. Aquel que vino —en sus propias palabras— «del fin del mundo» acude ahora a la frontera: no solo de la Iglesia, también de las fuerzas autoritarias que amenazan el ... presente, Rusia, y el futuro, China. Francisco pisa ya Mongolia, el primer Papa en hacerlo, iniciando una visita oficial marcada tanto por la geopolítica como por las particularidades de la reducida comunidad católica del país.
Al otro lado de la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional Gengis Kan, donde el avión papal ha tomado tierra este viernes, se extienden las interminables praderas de la estepa mongola, sobre las que pastan apacibles cabras, ovejas y caballos. Cincuenta kilómetros más allá, las colinas se retiran para descubrir, encajada en el valle, la ciudad de Ulán Bator. Una amalgama de construcciones multicolor que remontan las laderas adyacentes, una capital a medio camino entre dos civilizaciones. Hogar de millón y medio de almas de facciones asiáticas, sus calles mantienen un marcado carácter soviético, más pretérito que decadente, salpicadas de letreros en cirílico.
El comunismo borró todo rastro de la Iglesia en Mongolia, cuya presencia, aunque superficial, se remonta al siglo VII. Así, tras la democratización iniciada en 1990 por una revolución pacífica —en línea con otros países del entorno soviético—, la más antigua de las instituciones humanas volvió a empezar desde el principio, como dos milenios atrás.
Tres décadas de entregada labor misionera que tienen por fruto —según datos proporcionados por la oficina de prensa de la Santa Sede— ocho parroquias y 1.394 fieles, un 0,04% de los casi 3,4 millones de habitantes del país asiático, en su mayoría budistas. Es decir, si el Papa dedicara a cada católico mongol los cinco segundos que requieren un apretón de manos y una mirada a los ojos, tardaría menos de dos horas en completar la tarea. El mismo empeño en España requeriría más de cinco años.
La gota mongola se antoja aún más insignificante en el océano católico global: 0,0001% de 1.300 millones. Una ínfima minoría que hoy, empero, recibe la atención plena del heredero de San Pedro, no en vano pescador de hombres, decidido a aprovechar «la oportunidad de abrazar a una Iglesia pequeña en número pero vibrante en su fe y grande en su caridad», tal y como aseguraba Francisco el pasado fin de semana.
Religión y tradición
Entre esos números se cuenta Suvdaa, una mujer de 45 años que guía al forastero por la humilde iglesia de Santo Tomás de Aquino, apenas dos cuartos. En vísperas de la llegada del Pontífice se afana doblando camisetas ilustradas con su efigie e inscripciones en el alfabeto tradicional, un regalo para los asistentes a modo de recuerdo. Mientras lo hace, en compañía de otras voluntarias, presume de haber formado junto a su marido el primer matrimonio católico de Mongolia en 1999.

Fue en la universidad de Ulán Bator donde conoció a los misioneros de la congregación del Inmaculado Corazón de María, recién llegados que estudiaban allí el idioma, y bajo su orientación comenzó a explorar la vida espiritual hasta que en 1997 decidió bautizarse. Dos de sus hermanos siguieron sus pasos, los tres restantes profesan el budismo como sus padres, «pero nos respetamos los unos a los otros», aclara. «Es complicado, siempre pensamos cómo mezclar nuestra tradición y la religión conservando ambas». Ella, mongola y católica, ha encontrado su manera de hacerlo; una identidad propia que ha transmitido a sus tres hijos, bautizados nada más nacer.
«Es un momento de agradecimiento y de sorpresa en mi vida, porque elegí ser católica, algo que es muy nuevo en nuestra Mongolia», confiesa ante la perspectiva de conocer al Papa en un par de días. Sus ojos brillan y su voz se quiebra, pero su rostro luce una sonrisa radiante.
Nuevos primeros cristianos
Los religiosos que llegaron a Mongolia en la década de los noventa levantaron la fe desde sus cimientos. Los logros llegaron lentos, pero llegaron: en 1996 construyeron la primera iglesia, en 2003 consagraron la Catedral de los Santos Pedro y Pablo, en 2004 completaron la traducción oficial de la Biblia al idioma local. La labor —comandada por el cardenal Giorgio Marengo, el más joven de la Iglesia— prosigue en manos de misioneros como el colombiano Andrés Galves, a quien los parroquianos de Santo Tomás de Aquino se refieren con afecto como padre Andrés, y con los que departe en un mongol fluido tras ocho años en el país.
«Yo soy un cura sin parroquia», se presenta, y ríe. «Las misiones en Mongolia empiezan como un servicio social, por orden gubernamental no se puede anunciar nada religioso. Primero conocemos a la gente y luego si la comunidad pide una asistencia espiritual puede dirigirse al Gobierno, que no debe negarse porque hay libertad de culto», explica. El padre Andrés está ahora inmerso en reformar una yurta de un monte cercano para albergar una pequeña capilla.

«Desde hace mucho tiempo sentimos la cercanía del Papa», apunta sobre el hombre a quien conoció en 2008 como cardenal Jorge Mario Bergoglio cuando hacía el noviciado en Argentina. «Aquí en Mongolia la gente está muy familiarizada con el pastoreo, desde el más pequeño hasta el más grande comprenden la necesidad de estar siempre en movimiento en busca de mejores pastos y aguas caudalosas para el ganado. El Papa, que hace unos días estaba en Portugal y hoy se está dirigiendo a esta nación, representa ese pastor nómada que no es ajeno a la realidad de cada rebaño».
«La Iglesia tiene muchas caras», tercia el padre Andrés. «Hay una que trabaja en la sombra, que no se preocupa tanto por el ritualismo, sino que busca la simplicidad. Si quieren saber cómo es la Iglesia en Mongolia, yo invito siempre a leer los Hechos de los Apóstoles, libro que cuenta cómo eran las primeras comunidades cristianas». Y concluye: «Por eso, pese a todas las dificultades, poder participar de este momento en la historia de Mongolia es una gracia».
Sueño chino
La decisión de viajar a Mongolia, en apariencia extraña, casa sin embargo con el proceder de Francisco, quien ha tratado de descentralizar la Iglesia para llevarla lejos de Roma y cerca de los desfavorecidos. «Está convencido de que desde la periferia las cosas se ven desde una perspectiva que permite comprender la realidad de un modo más pleno y auténtico», señala Javier Martínez-Broncal, periodista español y corresponsal de ABC en el Vaticano, en su libro 'El Papa de la misericordia' (Planeta, 2015).
El desplazamiento del Pontífice, al mismo tiempo, también manifiesta una dimensión estratégica en materia geopolítica. Mongolia, la única democracia poscomunista de Asia, permanece atrapada entre las dos principales potencias autoritarias del mundo, China y Rusia, con quien comparte relaciones cordiales. La presencia del Papa en su frontera pretende mandar un mensaje a ambas.

Por un lado, el Vaticano desea seguir avanzando su interacción con el Partido Comunista Chino, a partir del acuerdo para el nombramiento de obispos alcanzado en 2018 y renovado por última vez a finales del año pasado, pese a las reiteradas protestas por el incumplimiento de los términos por parte del régimen. En la práctica, esto supone una pugna por la legitimidad en pos de un mayor aperturismo cuyas asimetrías la Santa Sede ya se ha resignado a aceptar.
El Papa ha mencionado en varias ocasiones su «sueño» de visitar China, siguiendo los pasos de misioneros jesuitas como el italiano Matteo Ricci o el español Diego de Pantoja, quienes introdujeron la fe en el país en el siglo XVI. «No creo que suceda a corto plazo, Xi Jinping no está dispuesto a dialogar de manera más directa», opina Michel Chambon, teólogo francés e investigador de la Universidad Nacional de Singapur especializado en la cristiandad en Asia. El año pasado, durante viajes simultáneos a Kazajistán, el líder chino rehusó reunirse con el Pontífice.
Por otro lado, el Papa también aspira a impulsar un proceso de paz que ponga fin a la guerra de Ucrania. En días precedentes habría sondeado incluso la posibilidad de realizar una parada la ida o a la vuelta para entrevistarse con Cirilo de Moscú, patriarca de la Iglesia ortodoxa. Sin embargo, la polémica generada esta semana por unas declaraciones del Pontífice en las que llamaba a los jóvenes católicos del país a considerarse «herederos de la Gran Rusia», las cuales han provocado una protesta del Gobierno ucraniano, podría rebajar la idoneidad de semejante gesto.
«El Papa Francisco es un diplomático muy habilidoso que sabe cómo jugar diferentes cartas», defiende Chambon. «Plantarse a unos kilómetros de Pekín es un gesto muy osado. Una visita en sus narices es una manera de recordar que el Papa no le faltan aliados y que no es un poder europeo, sino que su soberanía es universal».
Dicha acción global ha constituido un pilar del papado de Francisco. «A veces veo que cuesta advertir que en la Iglesia no hay regiones de primera o de segunda clase, sino expresiones culturales diferentes. [...] Otros países, con menor desarrollo económico, pueden poseer una riqueza de cultura y de valores que tienen un ropaje distinto, y que embellece al Evangelio con un rostro diferente. Que su lógica sea diversa, que su modo de expresar la verdad sea otro, no significa que sean cristianos de menos valor», escribía el propio Pontífice en la introducción al libro 'Latinoamérica' (Planeta, 2017), una serie de conversaciones con el periodista argentino Hernán Reyes.
«Dado que hablamos de lo que ha sembrado el mismo Espíritu Santo, sería conveniente un esfuerzo para recoger mejor ese don llamado a enriquecer a la Iglesia universal», sentenciaba Francisco, una exhortación que justifica con rotundidad su presencia hoy, a modo de puente, en la estepa mongola. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», rezaba el Sermón de la montaña. En Mongolia, de momento, verán al Papa.
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