RELOJ DE ARENA
Julián Gómez Pando: la negra del barrio
El año de la final del Celtic y del Oporto en la Cartuja, los seguidores escoceses consumieron 23 barriles de cerveza y las gradas del Patio de San Eloy se convirtieron en las de un estadio
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Cántabro, como tantos jándalos que vinieron a hacer las andalucías a esta tierra y no regresaron a la montaña, fijó sus ojos en una taberna de la calle San Eloy que se hacía de oro a base de moyate de la zona y cacahuetes. Compró ... una casa vecina, que había sido sede de los maristas y, posteriormente, sastrería militar, para probar suerte. Y el éxito se le cuadró, juró bandera en la taberna y vio desfilar por una barra a la antigua usanza a sevillanos de los que fueron de otros tiempos y a los que los nuevos empujaban hacia las playas de las costumbres recién estrenadas. El Patio de San Eloy acaba de cumplir en 2022 sus cincuenta años de intensa y jaranera vida , siendo lugar de referencia para sindicalistas del 1001, guiris de los cinco continentes, jipis de la época, policías de la secreta que le dan al tute mientras abrían sus ojos y oídos, actores cinematográficos, reclusos en libertad, clientes con botellas fijas, piragüistas holandeses y equipos de fútbol de primera división. No necesitó pregonero para cantar su fama. Se la dio la negra del barrio…
El Patio de los primeros años surtía manzanillas y tintos de la zona, con conchas de cacahuetes. Dos clientes tuvieron sus botellas de confesión diaria , a las que les contaba, con puntualidad inglesa, sus anhelos y estados de ánimo. Uno de ellos se llevaba los cacahuetes en el bolsillo. Le preguntaron la razón. Y dijo que se las daba a sus nietos. El otro de confesión diaria se llamaba Manolo, llegó a iniciar en el noble arte de la barra fija a su hijo y nieto, teniendo por costumbre colgar en la ambigüedad de las pajarillas alegres una frase: los tanques a la calle. Su botella privada llevaba ese nombre y no el suyo de pila. El Patio de los primeros años, antes de su primera restauración, tenía el aire de las tabernas de pueblo, telarañas en las esquineras incluidas. El suelo de losetas hidráulicas se movía, los azulejos con escenas del Quijote eran los de la casa original y una Virgen del Pilar en azulejos bendecía una pequeña habitación , entrando a la izquierda. A diario entraba un señor a rezarle, se santiguaba y a casa, sin caer en la tentación de la manzanilla. Era el ambiente que gustaba en aquellos años de arte y costumbres populares. Y fue la negra del barrio la que puso en órbita su prestigio dentro y fuera de la ciudad. La negra era la cerveza Skoll que, por vez primera en la ciudad, se servía en una barra. Una mezcla la amulataba, llamándola la clientela una Tostaíta, que llevaba parte y parte de negra y cerveza rubia.
El año en el que el Celtic jugó con el Oporto de Mourinho la final de la UEFA en la Cartuja, los rubiancos y níveos seguidores escoceses consumieron 23 barriles de cerveza y las típicas gradas del Patio de San Eloy se convirtieron en las de un estadio, desbordado de banderas, hooligans y canciones de adhesiones inquebrantables. Cuando la banda musical Héroes del Silencio tocó en Sevilla, El Patio vendió mil ochocientos montaditos, tapa esta que, superada la etapa de los cacahuetes, secuestró el paladar de la clientela: desde el romanito, al belga o el jerezano. Más de dieciséis montaditos incluía la carta del local, prólogo tapero de los cien montaditos que nacieron ajenos a la casa y muchos años después. En otra ocasión, un cliente pidió cincuenta cervezas del tirón para su grupo que esperaba lejos de la barra. Pero quizás lo más auténtico de lo que allí pasó lleva la firma y las ansias de libertad, el tesoro más grande del hombre. Un cliente llegó a la barra como un náufrago a la isla agarrado a un madero salvador. Y con ansia ingobernable pidió a uno de los camareros: «Póngame una cerveza negra y el montadito que quieran. Llevo ocho años sin catarlo.» El camarero, con la cortesía de la casa, le preguntó si llevaba tanto tiempo fuera de Sevilla. El hombre le contestó: «No, no, no. Acabo de cumplir una condena de ocho años y estaba deseando tomarme una negra y un montadito. Qué bueno está esto, joé…»
El Patio tiene en las gradas un hecho diferencial. Son tres graderías anexas a la barra donde la clientela que no quiere mesa ni plantón a pie de barra se apalanca con su copa para practicar ese deporte tan sano que es ver pasar el tiempo. En esa grada se sentó Jeremy Irons , en buscada soledad, fugitivo de la fama, al que una camarera le pidió un autógrafo para la mujer del encargado. Jeremy no gastó el bolígrafo y le puso: «¿Dónde estás, Patricia?», que era el nombre de la señora. Pero por allí pasaron gente con mejores días en lo alto. Pastora Soler , Johan Cruyff , Antonio Canales , Sánchez Dragó , Los Morancos , Jean Reno , Antonio de la Torre … Como un ritual lo visitan los remeros holandeses una vez al año. Y también como otro ritual las chicas y chicos ingleses que llegaban al local y firmaban en un barril de vino de Aragón que desapareció en una de las restauraciones del caserón. Una vieja clienta yanqui envió desde los 'yunaites' a la calle San Eloy un catavino y diez dólares. En su día se llevó el vaso de recuerdo y se marcó un sinpa que su conciencia la empujó a saldar tantos años después. A otro grupo de chicas estadounidenses les dio un susto mortal el Indio de Las Vegas, que se acercó silenciosamente a la reunión para posar como Caballo Loco. Las niñas entraron en pánico y buscaron a John Wayne en las honduras del Patio , como si los comanches asediaran a la caravana. Luego todo lo aplacaría la negra del barrio, la cerveza más inclusiva para salvar conflictos étnicos…
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