Elogio del escepticismo
Se puede ser pesimista sin ser infeliz, de la misma forma que se podría ser optimista en medio de la desgracia

La última visita de Arturo Pérez Reverte a la casa de ABC se produjo un día antes del llamado «Día de la Felicidad», coincidencia que no se me escapó ya que mi visión de la vida y el futuro es tan o más pesimista que ... la que formuló el autor de «La tabla de Flandes». Con todo, de las palabras de Pérez Reverte se colegía con claridad que ser pesimista supone ser lúcido y clarividente, porque lo opuesto al pesimismo no es la felicidad sino el optimismo. Por lo tanto, se puede ser pesimista sin ser infeliz, de la misma forma que se podría ser optimista en medio de la desgracia.
En realidad, ser feliz y optimista tiene que ser maravilloso; ser feliz y pesimista me parece bueno; ser infeliz y optimista ya me parece malo; aunque ser infeliz y pesimista tiene que ser lo peor. El siglo XVIII fue una centuria optimista y por eso la felicidad se convirtió en un tema literario, un descubrimiento científico, una potencia de la naturaleza e incluso en un derecho constitucional. Sin embargo, después de un siglo miserable como el XIX y de un siglo abyecto como el XX, el anhelo de felicidad ha regresado con más fuerza en este siglo XXI porque ya no es imprescindible ser «ilustrado» para ser feliz. Ergo, un ignorante y un inconsciente tienen más posibilidades de alcanzar la felicidad. Por eso Pérez Reverte proclamó rotundo que cualquiera que conozca la historia de España no tiene otra alternativa que ser pesimista e Ignacio Camacho remachó esa sentencia con el célebre aforismo de Benedetti: «Un pesimista es sólo un optimista bien informado».
Carezco de autoridad para predicar la felicidad, porque para mí se trata de algo que no existe ni en el futuro ni en el presente. Ni siquiera me atrevo a desear que todo el mundo sea feliz, porque la condición humana es tan extraña que la felicidad de unos muchas veces implica el daño o el sufrimiento de otros. ¿Qué supondría la felicidad de cualquiera de los políticos que nos rodean dentro y fuera de nuestras fronteras? Por eso el pesimismo y su expresión filosófica —el escepticismo— se me antojan más bienhechores que el optimismo desaforado de los partidarios de la felicidad obligatoria.
Pérez Reverte reclamó un pacto nacional por la educación y en teoría nadie debería estar en contra de mejorar la educación, pero es que ni siquiera estamos de acuerdo en qué entendemos por «mejorar». En cambio, la certeza de lo peor y de lo malo convoca más unanimidad. El optimista y el pesimista pueden coincidir en las metas, pero nunca en el punto de partida. ¿Y la felicidad? Ni idea. Empeñarse en conseguirla para uno mismo es un incordio, pero propiciarla en las personas queridas siempre será más satisfactorio. Es lo que he aprendido leyendo a Montaigne, Erasmo, Melville, Chesterton, Russell y Borges, maestros del escepticismo a quienes recordé mientras escuchaba la conversación entre Arturo Pérez Reverte e Ignacio Camacho en la casa de ABC.
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