SEVILLA AL DÍA
Un hombre en una silla
La gente mira al hombre sentado en la silla. Quieren descifrar lo indescifrable, quieren ver desde sus ojos
Hay un hombre sentado en una silla con cara de estar hechizado. Apenas se mueve. Podría ser una estatua, una figura de plomo, una efigie, pero no, hay un momento en el que parpadea y confirma que está vivo, más que nunca. Lo hace ... de una manera tranquila pero rápida, como si no aceptara el tener que dejar de ver por unos milisegundos. El pestañeo es la alarma de los sentidos, el mecanismo que nos recuerda que llevamos la oscuridad a cuestas, que algún día seremos noche eterna. Este señor parece poseedor de una intensidad distinta, de un ritmo hecho a medida en la sastrería atemporal de la avenida de las existencias, que escapa a los minuteros y excede a los calendarios.
Lleva un traje elegante, acorde al blanquísimo color de su cabellera. Son restos de nubes de días rotundos los que le pueblan la cabeza. No hay mayor indicativo de bonhomía que unas canas convencidas, que una raíz entregada a la pureza de la vejez. El hombre está sentado, pero pareciera que su espíritu estuviese de pie, fuera de su cuerpo, merodeando por el salón. Tiene una mirada misteriosa. Es un enigma contemplativo. Sus ojos están abiertos como los de un cervatillo con miedo, como los de un perro con hambre, como los de un loco que reflexiona sobre la falta de cordura.
Las personas que lo rodean lo miran, pero nadie calcula lo que siente. Podríamos llegar a creer que está desorientado, que se ha perdido en alguna parte de sus pensamientos. Nuestro fuero interno es la única caja fuerte a la que nadie puede acceder, la cámara acorazada de nuestra verdad. Pese a que se mantiene pétreo, hay un gesto que lo delata. Es casi imperceptible. Su labio inferior está levemente derrotado, y le dibuja una mueca en la que caben muchas interpretaciones. Es la rabia irracional que a veces se siente ante lo que nos emociona, la hermosa furia que nos posee cuando algo nos sacia los sentidos. Que nos empuja a cabrearnos con el mundo por no fabricar más momentos así. Es también admiración ante lo que no se puede hacer mejor. Es el ademán desfigurado con el que uno recibe el arte.
La gente mira al hombre sentado en la silla. Quieren descifrar lo indescifrable, quieren ver desde sus ojos. Él reniega del protagonismo, es un cumpleañero tímido que pasa de soplar las velas, que prefiere comerse la tarta. Cuánto tiempo cabe en un segundo de gloria. Cuánta vida hay en un ratito de paz y plenitud. Su atención es entera para el gitano que saca de su garganta arena de la Barrosa. El universo es un fandango que se remata diciendo que su nombre huele a cartel. La boca de Curro se destensa, sonríe como el que encuentra la palabra que tenía en la punta de la lengua. «Quiero ser eterno para reírme, que es lo más grande que hay».
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