EL PLACER ES MÍO
La política del odio
Qué vergüenza que haya quien use la política para la instigación del resentimiento
Gabriel Rufián confesaba hace poco en una entrevista que necesita el odio para hacer política. Me pareció que el diputado catalán se sentía orgulloso y muy original por realizar semejante aseveración. Pero ya hace casi un siglo Russell advirtió que la envidia y la rabia ... son las bases psicológicas de la democracia. «Lean ustedes las memorias de madame Roland y comprenderán que lo que la convirtió en demócrata fue entrar por la puerta de servicio cada vez que visitaba una mansión aristocrática», escribió el autor inglés.
Russell pensaba que la democracia es la mejor forma de gobierno posible. Pero, como Tocqueville, no se engañaba acerca de los posibles vicios de la igualdad política. Y uno de ellos es que puede alimentarse del rencor tanto como alentarlo. En este sentido, Rufián no es ninguna singularidad, sino el producto típico de cierta forma de hacer política que, con el pretexto de la igualdad, se dedica al cultivo del rencor. Ese tipo de política que aboga por impedir la compra de otra vivienda a quien ya tiene una. O la que cree que la palabra de una mujer debe ser sentencia firme cuando entra en colisión sin pruebas contra un hombre. O la que señala a los alumnos de las universidades privadas como sospechosos de comprarse su título.
El problema de esta política nacida de la animosidad es doble. El primero es que confunde la identificación del supuesto enemigo con la solución del problema. Su lógica predilecta es la de la suma cero, de origen marxista. De ahí que la practique sobre todo la izquierda. Su idea fundacional es la siguiente: todo lo que gana el empresario es porque se lo roba al trabajador. Por consiguiente, para salvar al joven que no puede acceder a una vivienda, la solución es castigar al propietario que posee varias. Para dar valor al testimonio de una mujer, hay que negárselo al del hombre, aun aboliendo la presunción de inocencia. Y así con todo. De lo que se trata no es de reparar al perjudicado, sino de dañar al señalado como culpable. Política que acaba logrando efectivamente la igualdad, pero una devaluada: la democracia de los damnificados.
El segundo problema de esta política del odio es que hace inviable la convivencia. Su única fecundidad es la de la animadversión. También en la dirección inversa. Particularmente, cuando los señalados, que no son tontos, observan a estos exaltados de la igualdad aplicar sus recetas a todos menos a ellos mismos. Pues la bochornosa paradoja es que son estos mismos instigadores de la animosidad contra el heteropatriarcado, la multipropiedad y los títulos universitarios privados, los que contratan prostitutas con dinero público, acumulan un considerable patrimonio inmobiliario y obtienen sus licenciaturas en esas universidades que califican de chiringuitos.
Qué vergüenza, sí, qué vergüenza. Que haya aún quien use la política para la instigación del resentimiento.
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