La Tercera
Sánchez a toda máquina
A diferencia de los hermanos Marx, el maquinista Sánchez no tiene puñetera gracia. A toda pastilla hasta la estación final: transformar España en un holograma confederal
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Si la deriva del Gobierno Sánchez no fuera tan dolosa para los intereses de España, merecería la comparación con 'Los hermanos Marx en el Oeste'. Hace un par de años aludíamos a esta película que dirigió en 1940 Edward Buzzell. Ilustraba con comicidad las concesiones del presidente resistente a sus coaligados de ocasión para poder seguir en La Moncloa. Que Dios nos perdone por el atrevimiento de equiparar a unos genios del humor con el artero exprimidor del lenguaje antifascista. Por si alguien no lo recuerda, la película narra las correrías de Quentin Quayle (Groucho) y sus compinches, los pícaros, Joe y 'Rusty' Panello (Chico y Harpo), en su periplo por el Oeste para buscarse la vida.
En la primera escena Quayle pretende liar al taquillero de la estación. «Un billete para el Oeste hasta el final», pide. «Sí señor, ochenta dólares por favor». Quayle deja un fajo. «No se moleste contándolos». El taquillero los cuenta: «¡Aquí solo hay setenta!». «Ya le dije que no los contara. Ya encontraré los otros diez», espeta Quayle ofendido. Puro método Sánchez. En la segunda escena, Joe y 'Rusty' intentan timar a Quayle: «Yo quería ir al Oeste y no a la ruina», lamenta mientras Rusty-Harpo le recorta los pantalones. El método de sus aliados. Al final de la película, los Marx persiguen la carreta de los malos. Al mando de la locomotora y ante la falta de carbón, Quayle ordena «¡Traed madera… es la guerra!», que la memoria popular transformó en «¡Más madera… es la guerra!». Madera a costa del desguace de los vagones.
La estrategia de Sánchez para seguir en la Moncloa sea como sea se parece mucho a la del improvisado maquinista Quayle-Groucho. La frase de Alfonso Guerra en la primera legislatura socialista de que a España no la iba a conocer ni la madre que la parió suena a broma infantil comparada con la pertinaz carcoma que el presidente resistente inflige al andamiaje constitucional. La labor de zapa se despliega con la colonización política de instituciones del Estado o empresas públicas que pasan a ser controladas por afines al sanchismo, sean del partido o de sus asociados. Las más conocidas, el Tribunal Constitucional, el Consejo de Estado, la Fiscalía General del Estado («¿De quién depende? Pues eso»), el CIS de Tezanos, RTVE, Agencia Efe, Paradores, Correos, Hispasat y así hasta una cuarentena. La adhesión siempre por encima de la profesión. Aunque la política de puertas giratorias es una perversión aneja a los partidos en el poder, nunca habían girado con tan machacona frecuencia como en el sexenio sanchista.
La otra labor de zapa corre a cargo de los sostenedores del Gobierno. En el País Vasco y Navarra el pacto del PSOE con el PNV y la cesión a Bildu de la alcaldía de Pamplona explican la actitud, cada vez más amnésica, hacia los crímenes de los pistoleros etarras. Quienes abominan de los pactos de la Transición que olvidaron maldades de uno y otro bando, postulan ahora un revanchismo camuflado en la «memoria histórica» y el cincuentenario de la muerte de Franco. Si sus antagonistas no quieren ser etiquetados de fascistas deberán colaborar en el blanqueo de ETA aunque haya más de trescientos asesinatos sin esclarecer. Como repite Zapatero, el gurú de Sánchez, la banda terrorista ya fue derrotada: «El fin de la actividad de ETA ha dado inicio a un tiempo en el que en una parte de la sociedad ha calado la idea del olvido», alertan Florencio Domínguez y María Jiménez en su libro 'Sin justicia'.
En Cataluña, el sanchismo cede la labor de zapa –combustible monclovita por consunción del Estado– a un independentismo que, paradójicamente, se encuentra en su fase más desnortada por las contradicciones de sus cabecillas y el desengaño del electorado: que se lo pregunten a Esquerra. Si en 2019, con 120 diputados, Sánchez compuso una extraña familia con Podemos, ERC, PNV, BNG y Bildu, en 2023 y con 122 incorporó al convite a los siete diputados de Junts: el prófugo Puigdemont imparte instrucciones en vergonzantes conciliábulos con el mediador en Suiza. El peaje de los asociados a Pedro Sánchez –unos de derechas, otros de izquierda, en un Gobierno que se proclama «progresista»– es altamente lesivo para la salud del Estado. Cada ida y venida del emisario Santos Cerdán comporta la fractura de la igualdad entre los españoles. Lo vemos en los plantones de Junts, un día sí y otro también, cuando el Gobierno no rinde vasallaje al jefazo de Waterloo. Después de librarse del delito de sedición y salir de la trena gracias al indulto y la amnistía, un secesionismo dividido y con apoyo ciudadano menguante ve cómo el inquilino de La Moncloa acerca, con explicaciones maquilladas por los eufemismos, el anhelado concierto catalán: control de fronteras, hacienda propia, retirada del aparato simbólico español, fomento de la inmersión monolingüe, por inacción gubernamental en el cumplimiento de las sentencias a favor del 25 por ciento de castellano… Y ahora, con el necesario aumento en los gastos de Defensa que demanda la Unión Europea y sin tener aprobados unos Presupuestos, ¿de dónde van a venir los apoyos al presidente? ¿De Podemos y Sumar? ¿De los nacionalistas que quieren echar a la Guardia Civil, la Policía Nacional y el Ejército de sus territorios?
Si Chico y Harpo le sacaban los cuartos a Groucho en la estación, los insaciables aliados de Sánchez actúan con la prepotencia de quien sabe que una negativa a sus exigencias sería el final del Gobierno Frankenstein: «Yo quería ir a la Moncloa y no a la ruina», debiera colegir el presidente resistente. Pero en lugar de poner fin al desguace, por el bien de la ciudadanía y las futuras generaciones, Sánchez se empeña en alargar su estancia en La Moncloa. Porque «esto es la guerra». Guerra contra el PP, Vox, Trump y la ola reaccionaria que nos invade. «¡Timber! ¡timber!» (madera) es el grito de los leñadores para advertir de cada árbol derribado.
«¡Más madera!» sigue pidiendo Sánchez. Y así seguirá, hasta que los casos de corrupción de su partido o la 'real politik' internacional frenen su alocada carrera. Cuando vuelva la vista verá, como en la película, que no queda nada detrás de la locomotora. Una ristra de vagones calcinados: el Estado a merced de quienes detestan la España constitucional del 78. A diferencia de los hermanos Marx, el maquinista Sánchez no tiene puñetera gracia. A toda pastilla hasta la estación final: transformar España en un holograma confederal.
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