Qatar, el palacio de cristal con pies de barro
El país agiliza su diplomacia silenciosa con grupos como Hamás o los talibanes afganos

Pasear por las calles de Doha, capital de Qatar, es el sueño de cualquier arquitecto. En la última década, la creciente demanda de gas natural —terceras reservas mundiales en el territorio— ha permitido a este emirato desarrollarse a una velocidad vertiginosa, configurando una Disneylandia irreal, sin importar el coste.
Precisamente, a finales del pasado año, un estudio del banco suizo UBS nombró a esta urbe la segunda ciudad más cara del mundo árabe, tan solo por detrás de Dubai, con un alquiler medio para un apartamento de cuatro habitaciones cercano a los 4.870 dólares. Destaca sobremanera el complejo residencial «La Perla», que dispone, entre otros, de tres hoteles de cinco estrellas y un club náutico con capacidad para hasta 700 botes. Sin embargo, este faraónico proyecto (ajeno a los estándares de Europa o países como Japón o Estados Unidos) esconde no pocos claroscuros.
En la actualidad, de los apenas dos millones de almas que componen este pequeño país del Golfo, cerca del 80% son inmigrantes (originarios, principalmente, de la India, Nepal, Bangladesh o Filipinas), sometidos todos ellos mediante la «kafala», que vincula la residencia legal de un trabajador extranjero a su empleador o «patrocinador», lo que impide que éstos puedan cambiar de trabajo sin el consentimiento de su capataz. O incluso, abandonar el país.
La doble moral no se limita al terreno laboral. En los últimos tiempos, y mientras el Gobierno de Qatar insufla nueva vida política al Consejo de Cooperación del Golfo (dominado históricamente por Arabia Saudí), el país agiliza su diplomacia silenciosa con grupos como Hamás o los talibanes afganos, quienes en los próximos meses podrían abrir «oficina» en Doha.
Mientras, eso sí, el Ejecutivo bombardea los hogares de Oriente Medio con las imágenes de las revueltas en Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Siria (Hamad bin Thamer, presidente de la emisora televisiva Al Yazira, es familiar directo del jeque catarí). Todo ello, pese a que el poder absoluto de la dinastía Al Thani se extiende desde hace casi 200 años o la total ausencia de partidos políticos. Un «laissez-faire» internacional con respecto a las leyes laborales y morales que quizá no sea extraño.
Nido de operaciones de EE.UU.
Pese a solo disponer de un Ejército de 11.800 miembros, ya en la década de los 90 la monarquía catarí invirtió más de 1.000 millones de dólares en la construcción de la base aérea de Al Udeid, al sur de Doha (en aquel momento Qatar, curiosamente, no tenía ni siquiera una fuerza aérea propia). Acaso ante esta falta de uso, desde los conflictos de Irak y Afganistán este centro militar ha sido el nido de operaciones de Estados Unidos en la región y, a día de hoy, sirve para insuflar presión hacia el enemigo común: Irán.
Eso sí, para aliviar el reporte de tantos «oscuros», no menos «claros» en el desarrollo del país. Ambos, recientes. Por un lado, la creación de la Qatar Foundation, una organización semi-privada dedicada a fortalecer el desarrollo personal y que ya ha permitido la construcción de lazos académicos con varias universidades internacionales en el país (aunque el currículum de alguno de los líderes religiosos que colaboran en ella no deje de crear también buen número de polémicas).
Y por el otro, el peso específico logrado entre la población por la jequesa Mozah Bint Nasser al Missned , segunda de las tres esposas del emir y voz pública del régimen. Sobre todo, en cuanto al grado de apertura religiosa del que debe disfrutar el país.
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