Suicidios masivos en la debacle nazi: «Los padres asesinaban a sus hijos por miedo al Ejército Rojo»
Florian Huber analiza en 'Prométeme que te pegarás un tiro' las causas que llevaron a miles de germanos a quitarse la vida con el final de la Segunda Guerra Mundial

Alemania tendría que haber estado de fiesta por el cumpleaños de Adolf Hitler el 20 de abril de 1945, pero los ánimos no estaban para velas y tarta. Con el Ejército Rojo a las puertas de la Cancillería, Friederike Grensemann, de 21 años, se ... preparaba para combatir y morir. El germano se puso su brazalete con la esvástica y, antes de asir su fusil, abrazó con la mano la empuñadura de una pistola. «Todo ha terminado», musitó a su hija. «Prométeme que te pegarás un tiro cuando vengan los rusos». Diez días después, cuando observó a los primeros soldados rojos por las calles de Berlín, la chiquilla sacó el arma y se dispuso a repetir el gesto que le había enseñado su padre. Sin embargo, optó por desobedecer y arrojó el arma a un cubo de basura cercano. Se salvó.
Otros tantos millares de alemanes no tomaron la misma decisión y prefirieron acabar con su vida durante los estertores del Tercer Reich. Lo hicieron, según afirma a ABC el investigador Florian Huber, por una infinidad de causas. Desde su férrea ideología, hasta el pavor hacia las barbaridades del Ejército Rojo. «En esos meses se abrió una ventana temporal que hizo que el suicidio dejase de ser un tabú», explica el germano en declaraciones a ABC a través de videoconferencia. Fue un instante que no se repetirá en la historia, un episodio de desesperación del que no existen cifras concretas, pero que analiza en 'Prométeme que te pegarás un tiro' (Ático de los libros). Un nombre que invita a la esperanza y recuerda a aquella niña que, a pesar del amor que sentía hacia su padre, prefirió la vida a la muerte.
Prométeme que te pegarás un tiro

- Autor Florian Huber
- Editorial Ático de los libros
–¿Es el Ejército Rojo el enemigo o némesis en este libro?
En cierto sentido sí es la némesis. Aunque todo este fenómeno de los suicidios se extendió por toda Alemania, y no por las zonas que ocupaba el Ejército Rojo, dónde más importancia tuvo fue en el este. Hay que tener en cuentas dos factores fundamentales. Por un lado, como la propaganda nazi había martilleado a la población con la maldad intrínseca de los rusos –se les llamaba la 'bestia mongola'– había un gran miedo hacia ellos. A su vez, los soviéticos perpetraron una ingente cantidad de crímenes contra los civiles germanos. Se habla de un millón de violaciones de alemanes, por ejemplo. Todo eso creó ayudó a abrir la lata.
–¿Existían peligro real, o fue exagerado?
La propaganda del Tercer Reich hacía todo lo posible por crear miedo. Y sí, exageraba. Machacaba a la población todos los días repitiendo que los soldados soviéticos les iban a rajar las gargantas, les iban a cortar las manos e iban a violar a sus hijas. Lo magnificaban porque eran sus mayores enemigos. Y no solo en el este, sino en toda Europa. Pero no se puede negar que lo que tuvieron que soportar los civiles alemanes fue terrible. Se habla de que a las mujeres germanas las violaron diez o quince veces seguidas. Sufrían una violencia terrible y, para ellos, no era una exageración, sino un hecho palpable.
–Habla de diferentes tipos de suicidio, no solo del ideológico...
Una de las cosas que me chocaron es que no solo se suicidaron los nazis de primera línea, los convencidos. Para nada. Fue algo que superó a aquella primera línea de combate. Mi libro es un caleidoscopio que demuestra esta falacia. Se suicidaron amas de casa, enfermeras, izquierdistas, derechistas... Fue algo que atravesó toda la sociedad. Es lo particular de este fenómeno. En cuanto a cómo lo hicieron, lo cierto es que les valía cualquier forma para quitarse la vida. Se habla de envenenamientos, de cortarse las venas, de pegarse un tiro, de ahogarse en las vías fluviales... Y también mataban a sus familiares, especialmente a sus hijos. Hubo una verdadera epidemia de ahogamientos de niños. Para ellos fue un Armagedón, el fin del mundo. Esperaban que así fuera y actuaron así.
–¿Cuál es el caso que más le impactó?
En la pequeña ciudad de Demmin, el guardia del cementerio llevaba la cuenta de las víctimas de esta etapa de la guerra, y particularmente de los suicidios. Él dejó escrito un caso que no narro en el libro. Un abuelo mató a su nieto de seis meses con sus propias manos. Lo hizo de una forma tan brutal y emotiva, que no lo conté. Me generaba problemas morales hacerlo y no me parecía que se debiese exhibir.

–Habla de 'suicidios colectivos', pero, ¿no deberían ser asesinatos en el caso de los niños?
De hecho, debemos llamarlos asesinatos. Estos niños no se querían quitar la vida. Para ser más precisos podríamos decir que la epidemia de suicidios vino acompañada de una epidemia de asesinatos.
–¿Hubo algún juicio contra estos asesinos infantiles?
No. Fue algo que se dejó a un lado. Solo me he encontrado un caso: un padre de familia que mató a toda su familia. Pero se le absolvió porque se consideró que estaba enajenado y que no se le podía juzgar por las circunstancias en las que se encontraba.
–¿Qué diferencias existen entre estos suicidios rituales y los japoneses?
No tienen nada que ver. En Europa el suicidio siempre ha sido tabú. En Japón, todo lo contrario: había rituales que se habían repetido durante siglos. Para ellos era cuestión de honor. Lo que sorprende es que, en estos meses de 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, dejó de serlo. Se hablaba del suicidio cuando se iba a comprar el pan. Era una rutina. '¿Te has comprado veneno por si vienen los rusos?'. '¿Dónde lo has comprado?'. Fue una ventana temporal que no tardó en cerrarse.
–De hecho, afirma que una de las causas que provocaron esta normalización fue la 'anomia'.
Los alemanes estuvieron sometidos a doce años de emociones extremas y a un estado perpetuo de emergencia emocional. Las propaganda les martilleaba. Goebbels pasó de proclamar una comunidad nacional al principio de la guerra, a llamar al odio extremo hacia los rusos. Estos vaivenes hicieron que los valores de los alemanes se disolvieran (anomia). Además, como el Reich no tenía tampoco contacto con el exterior, no podían cuestionarse estas máximas. Cuando esta propaganda se combinó con la debacle del ejército alemán, el suicidio dejó de ser tabú.

–¿Dejaron por escrito los alemanes cómo se sentían?
Sí. Me he encontrado una sensación de vacío, de pérdida del sentido de la vida. Esto tiene que ver con que se había magnificado la gran Alemania. Cuando esta se disolvió, la sociedad perdió el suelo sobre el que estaba asentada. Se abrió la tierra y los germanos vieron que no había futuro ni para ellos, ni para sus familias; por eso los asesinaban. Esta es la parte más interesante de este fenómeno. No el hecho físico de quitarse la vida, sino del movimiento emocional; aquello que les modificó el pensamiento.
–¿Qué es de lo que más orgulloso se siente de esta investigación?
Cuando publiqué este libro no pensé que fuera a ser un gran éxito. Para empezar, porque la historia era muy trágica, pero también porque la gente está muy cansada de los temas de Segunda Guerra Mundial en Alemania. Por eso me sorprendió su éxito. Primero se tradujo al finés, luego al holandés, al húngaro, al español... Yo cuento una historia universal y existencial que toca el corazón de mucha gente. Esto es de lo que más orgulloso me siento. Por otro lado, hablo de un fenómeno que estaba totalmente olvidado en Europa. Además, los protagonistas son gente corriente y no tenían un lugar en los libros. Habérselo dado me alegra.
–¿Por qué es tabú el suicidio en la sociedad occidental de entonces y de ahora?
Por la religión. En Alemania hay dos formas del cristianismo que se disputan la primacía: los católicos y los protestantes. Ambas creencias censuran el suicidio porque es un crimen contra Dios, que te ha dado la vida. Por eso siempre ha sido un tabú. Pero lo es para cualquier sociedad porque cuestiona su sentido mismo. Si tú vas diciendo que te puedes matar en cualquier momento, vas en contra del propio Estado. La sociedad se basa en que sus miembros se apoyan y se cuidan entre sí, y, de esta forma, se ataca esta máxima. En el mismo Japón, donde existe el 'seppuku', también. El mismo hecho de que sea un ritual lo enfatiza. Por eso sorprende que dejase de serlo en la posguerra durante unos pocos meses. Se podría decir que se abrió una brecha temporal debido a las circunstancias extremas, pero esta se cerró y hoy se enfoca el tema como en el resto del mundo occidental.
–¿Cree que Putin podría suicidarse si pierde la guerra y ve su territorio invadido por ucranianos?
Desafortunadamente no veo a Putin quitándose la vida. Tiene la férrea voluntad de mantenerse en el poder y no le veo cansado de la existencia. Tampoco creo que, si pierde la guerra Rusia, los civiles se suiciden como sí lo hicieron los alemanes. Pero es por algo tan sencillo como que los ucranianos no ocuparán Moscú. Sí, es posible que la sociedad se enfade. Y sí, es posible que los generales den un golpe de estado y acaben con Putin, pero nada más.
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Además, los rusos están bastante más acostumbrados al sufrimiento. Este fenómeno fue muy particular. Solo ocurrió en Okinawa –el único lugar del archipiélago en el que se combatió en territorio nipón– y en algunas ciudades de la antigüedad. Fue algo excepcional, como lo era la Alemania de entonces: una dictadura que decidió luchar hasta el final. No creo que ninguna sociedad presente tenga que padecer algo parecido.
–Muchas gracias...
No me quiero ir sin decir que estoy muy contento de que este libro se publique en España. Adoro la literatura española y es una gran noticia para mí.
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