Así llegaron los españoles a controlar Nápoles con mano de hierro durante siglos
El Rey aragonés reunió en su corte renacentista a los grandes de la cultura de su tiempo y una biblioteca casi tan buena como la que tenían los señores de Milán, Roma o Venecia

A Fernando de Antequera, el primer Trastámara en reinar en la Corona de Aragón, le sucedió Alfonso V, educado entre lujos y acostumbrado a una magnificencia que solo podía encontrar un Rey aragonés fuera de España. Estaba casado con su prima castellana María, que ... le provocó entre cero y ningún interés sexual y a la que vio pocas veces en su vida más allá de la boda. Su auténtico amor estaba en otra parte.
Enamorado de Italia y de sus embrollos renacentistas, el Trastámara engatusó a la Reina Juana II de Nápoles, última representante de la dinastía francesa de los Angevinos, para que lo adoptara como heredero al trono a falta de sus propios vástagos. La Reina revocaría luego esta decisión y hasta apuntó con su espada hacia su hijo postizo, pero ya no consiguió quitarse de encima al pegajoso de Alfonso, que a la muerte de Juana se enfrascó en una larga guerra que salpicó a franceses, romanos y a muchos estados italianos temerosos de que la rica tierra de Nápoles pasara, como ya ocurría con Sicilia o Cerdeña, a la esfera aragonesa.
La flota de Alfonso fue aplastada por los genoveses, rivales comerciales de Nápoles, y el Rey fue enviado a Milán como si fuera mercancía frágil. Fue tratado como un prisionero de sangre real y consiguió hacerse amigo de sus carceleros. Gracias a su alianza con el Duque de Milán, el nacido en Medina del Campo se aseguró el trono en litigio de Nápoles y compró la voluntad de los poderes locales. El escritor florentino Vespasiano da Bisticci hablaría de la «extraordinaria compasión y amabilidad junto a una generosidad extrema» exhibidas por Alfonso de Nápoles, apodado El Magnánimo por su afán de repartir favores entre los nobles napolitanos. Relata una anécdota apócrifa que cierto día un tesorero del Rey le entregó al aragonés diez mil escudos de oro recién recaudados:
–Esta suma me haría feliz toda la vida –bromeó el funcionario.
–Sedlo –contestó el Rey, dándoselo.
El Rey aragonés reunió en su corte renacentista a hombres de la talla de Silvi Eneas Piccolomini, el futuro Pío II; el Marqués de Santillana o Joanot Martorell, además de congregar una biblioteca casi tan buena como la que tenían los señores de Milán, Roma o Venecia. También estuvo detrás de la petición al humanista Lorenzo Valla de que investigara la veracidad del documento por el que Constantino el Grande donó supuestamente a los Papas en el siglo IV el dominio de Roma y de casi toda Italia. La investigación concluyó que este texto, que había sostenido durante un milenio todo el engranaje terrenal de la Iglesia, era una falsificación, como ya se venía sospechando. Esto fue el punto de partida para que se cuestionaran otros dogmas cristianos a principios de la Edad Moderna.
El día después del Magnífico
Cuando murió el Rey en Nápoles, el poeta Beccadelli lamentó con lirismo la ausencia del artífice de tantos avances para la cultura: «Las Musas yacen con Alfonso en la tumba». Eso en Italia, porque en Aragón no es que se sintiera mucho la ausencia. Alfonso nunca volvió de su aventura mediterránea, ni física ni mentalmente. Si bien a su prima y esposa castellana no la tuvo por costumbre, sí hizo tres hijos con una amante siciliana, Giraldona Carlino, con fama de ser más volcánica que el Etna, y mantuvo un romance de leyenda con la noble napolitana Lucrecia d'Alagno, de dieciocho años, de la que se enamoró de manera extrema.

La joven Lucrecia cultivó una ascendencia tan fuerte en el soberano que consiguió que éste apoyara su intento de nulidad papal en su matrimonio con María. Con el consentimiento de Alfonso, Lucrecia viajó a Roma al frente de una suntuosa procesión de damas y señores formada por quinientos caballos para ser recibida por el Papa Calixto III con honores reservados a una Reina. El pontífice, aunque de sangre valenciana y bien relacionado con el Rey napolitano, no quiso saber nada de la petición.
La designación de este Papa en 1455, sumado al éxito de Alfonso en Nápoles, levantó una ola de indignación por toda la península en forma de bota. «¡Un Papa bárbaro y catalán! Advertid a qué grado de abyección hemos llegado nosotros, los italianos. Reinan los catalanes y solo Dios sabe hasta qué punto están de insoportables en su dominio», recogió una carta dirigida a Pedro de Cosme de Médici, señor de Florencia. Aunque el pontificado de Calixto III, llamado El Papa Bárbaro, duró solo tres años, abrió las puertas de Roma a un joven valenciano llamado Rodrigo, sobrino del pontífice, que iba a elevar a su máxima expresión el odio hacia los españoles en Italia.
«¡Un Papa bárbaro y catalán! Advertid a qué grado de abyección hemos llegado nosotros, los italianos»
Mientras Alfonso disfrutaba de la Dolce Vita, no dejó de pedirle a su abnegada esposa que ejerciera de gobernante de sus reinos españoles y que le enviara dinero durante sus prolongadísimas ausencias. Lo más curioso de todo es que María no protestó ni una vez por el talante cariñosa de su marido con las italianas, lo cual ha planteado que tal vez había algún motivo anatómico que impedía las relaciones conyugales.
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Asistió en el gobierno de María y finalmente relevó en esta tarea el hermano de su marido, el futuro Juan II, que hasta esa fecha había estado bastante entretenido con sus negocios en Castilla y, más tarde, en Navarra. Juan, padre de Fernando El Católico, asumió los candentes asuntos aragoneses primero como lugarteniente y luego como Rey de pleno derecho. Alfonso legó Sicilia a su hermano y Nápoles a su hijo ilegítimo, Ferrante. Su muerte en 1494 abrió un conflicto entre el Rey de Francia y los Reyes Católicos que finalmente concluyó con la victoria de estos segundos y la definitiva vinculación de Nápoles a España en los siguientes siglos.
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