El Entri, el maestro guitarrista de Caño Roto bendecido por los grandes del flamenco

El músico y profesor de guitarra, que tocó y alternó con Enrique Morente, Sabicas y Camarón, transmite hoy la enseñanza del flamenco como un mandato divino

Israel Fernández saca del olvido la esencia del mejor flamenco en su disco 'Por amor al cante'

En Entri en un clase reciente JOSÉ RAMÓN LADRA

Tiene el barrio de Caño Roto, en el Distrito de Latina, la leyenda del tiempo y del flamenco. Los que son ajenos al enclave pero aficionados de nivel conceden a esta zona de Madrid, a Madrid entero, una aportación fundamental al género jondo en ... la geografía del cante, el toque y el baile que entró por Cádiz, se hizo de bronce en Jerez y Sevilla, se 'enfandangó' por Huelva y Extremadura, y ya aquí en Madrid se extendió a la rosa de los vientos. El barrio de Caño Roto es una hilera, mil hileras de bloque de ladrillo visto, donde el día cualquiera de marzo, por estar bajo el signo de la borrasca, no muestra su ajetreo habitual, ajetreo de vida y palmas y jipíos roncos o claros como el agua: churumbeles danzantes en las diáfanas entre edificios.

En uno de esos bloques, impersonales pero contenedores de arte, recibe Aquilino Jiménez Ramírez, conocido en el mundo de las alegrías y las farrucas por El Entri, un guitarrista que nació, en la errancia calé, en la poco jacarandosa población de Melgar de Fernamental, provincia de Burgos, en el año de gracia de 1953. Nació, dice, cuando «andábamos por el mundo». Y tanto anduvieron hasta que vieron la tierra prometida en la no muy lejana villa de Santoña. «Donde las anchoas», y allí en tierra cántabra, «con siete añitos», nuestro protagonista, a quien el tiempo juntaría con Camarón, con Paco de Lucía, pedaleaba por las villas costeras «en una bicicleta» y dando una locura de cuerdas a quien quisiera escuchar y entregarle la voluntad. Que según confiesa con rubor fueron muchos y rumbosos.

Laredo no era Triana, ni el barrio de Santiago, ni la Trinidad sureños, pero tenía su oído para el flamenco, y, con la faltriquera llena de 'perras', Entri ayudaba a la economía familiar de manera estruendosa entre el peseteo constante. En Santoña se podía haber quedado nuestro protagonista, y convertirse en el exotismo calé en tierras del norte, pero pronto convencieron a Aquilino a que se fuera a Caño Roto, «con la tía Adela, que en paz descanse», a probar suerte y vocación. 11 años contaba el chiquillo, junto su primo Monchi en un Madrid que latía a suburbio. Recuerda que se asomaban a las ventanas «y todo era un hervidero». Riadas de arte frente a lo que fue el Canódromo. Dos años está en Caño Roto mientras que primos carnales y otros primos apócrifos en la nomenclatura calé le dicen que la gloria está lejos relativamente: en la Costa Brava.

Hasta Lloret de Mar pone camino y en ese camino se interpone para bien El Sali, que es quien tiene una compañía y quien lo adopta en tierras catalanas: «Con Aquilino como nombre artístico no hacemos nada» y lo bautizó como su contrario: «Si yo salgo tú entras; si yo soy El Sali, tú eres El Entri» y así estuvieron en esa Cataluña donde los primeros franceses buscaban gitanería y camisas abiertas. Quince días iban a estar «y acabaron allí 18 meses».

Aquilino, miembro de los cristianos evangelistas, «de los del Aleluya», agradece a la providencia o al Altísimo ese apodo «y todo lo que le ha dado en la vida». Hay que imaginarse a El Entri en el paraíso de Lloret de Mar, que para él siempre será paraíso perdido. Descamisado y al sol del Mediterráneo, asido a su pasión entre jipíos y aplausos de la fauna que por los sesenta poblaba la Costa Brava. Burguesitos de medio pelo buscando el respiro de Barcelona y algo menos oscuro que el Somorrostro. Quizá menos puro pero que servía a artistas y a público para disfrutar. Mirando al mar.

La morada de Entri es humilde. Una mesa despejada, un calefactor sobre un tablón de madera que protege el parqué, y un cuadrante de los alumnos que visitarán su casa. Allí y en la academia plenamente dicha de la que luego se hablará, a cuatro minutos de su domicilio, pasa sus días apasionados y recuperado de una intervención médica. Hay un cuadro de una construcción árabe. En estas Entri desaparece cerrando puertas y volviéndolas a abrir. Calienta sus dedos, con las preceptivas uñas largas para sacar colores de las cuerdas, y lo primero que explica es en qué consiste el muy afamado 'sonido Caño Roto'.

Para él es un mero jeribeque que creó «el Amador Losada, el padre de la Aurora». Un ritmo que se rompe abruptamente, que deja a las cuerdas sin reverberación y se convierte en un ritornelo. Nació en Caño Roto y se expandió al mundo, su huella está en Los Chichos, sin ir más lejos, ni más ni menos. Hecho este apunte cultural, Entri se expresa a través de la guitarra y va a lo esencial de la pedagogía: «Yo imparto clases a alumnos que no saben español, nos entendemos con los gestos, con la música». Y le alegra que se le inquiera por su faceta docente. Según El Entri, «muchos pedagogos» le «han felicitado por su método», pero él es tan humilde que no habla de 'método Entri' ni nada por el estilo. Si acaso, concede que fue el «único que enseñaba regularmente en Caño Roto» y «el primer profesor de guitarra que tuvo el Amor de Dios», allá por Antón Martín.

Momentos epifánicos

Hay un error en quien se acerca al perfilado creyendo el mito romántico de que lo dejó todo, tocar con los grandes, pero eso no es tan así, que su hijo, Jesús del Rosario , es productor y le lleva pidiendo un disco que nunca llega. De nuevo la humildad de El Entri': «Yo no lo dejé todo, trabajaba a la vez que enseñaba. Mira, a Antonio Canales y a José Maya les ponía a aprender a tocar la guitarra». A aprender la disciplina completa del flamenco. Pero sí, aunque se ruboricé, la vida de Entri es un pasar por los tablaos de Madrid; Torres Bermejas, El Corral de la Morería...

En el primer tablao, y aquí va uno de los momentos epifánicos en la vida de Entri, conoció a Camarón. Actuaban en números distintos, pero el Gitano Rubio, José Monge Cruz que «aún forma parte» de su vida como en el tiempo en que coincidieron en Madrid. Lo ve, a Camarón, «muy tímido, muy generoso, invitándome siempre a café». Y luego el tesoro que guarda, que mejor guarda Entri, cuando se apagaban las luces y su guitarra le daba vía libre a la magia de Camarón. Afuera quizá llegara el alba. Dentro el flamenco. Y donde hay Camarón hay Paco de Lucía, al que también trató el Entri y que ponderó de nuestro Aquilino «su solera» y la «garantía» como profesor de guitarra.

Pero a Entri no se le ve ufano de sus junteras, todo lo contrario. Aún así pone sobre la mesa aquella gira en Ámsterdam con Enrique Morente. También con Sabicas, que es a quien más trató. Y Sabicas, que sentó «ahí mismo». Busca un retrato de ambos que está en la academia: y está en ese lugar, situado en la Asociación de Vecinos La Fraternidad de Los Cármenes, tiene varias sillas desperdigadas y bajo una pizarra, una foto de una foto, disponible en Amor de Dios, del Entri con Enrique Sabicas. Hay un pequeño tablao para que las bailaoras ensayen. Y a ese centro, convertido en un refugio del flamenco, acuden Fernando y Víctor, que viene en bicicleta, como El Entri de mozo.

Fernando no quiere comentar lo que es el Duende, su compañero Víctor, filólogo y filósofo, prepara, o más bien tiene ya preparado, un libro sobre El Entri: «A través de cartas de su amor eterno a Dios, anécdotas, sus viajes por Castilla» y el trato con el biografiado. Entri enseña paciente, se quita importancia, deja en una mesa sus gafas con el puente arreglado con esparadrapo.

Se deja a Entri con sus dos discípulos. Antes de cerrar la puerta y dejarles en los jardines musicales, el Entri insta al redactor, si es de ley, a qué dé su «teléfono en los papeles». 678036784, nobleza obliga. Una leyenda escondida se ha abierto en canal, y es de justicia cumplimentarle. Se ha abierto tanto que ha dejado caer que el enseñar la guitarra al prójimo tiene algo de encargo celestial. Una clase de yoga, en el mismo local, se asordina de flamenco.

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