Artes & Letras
Francisco de Carvajal, el 'Demonio de los Andes'
Hijos del olvido
Enviado al Perú para aplacar la rebelión del Manco Inca, participó en la guerra civil de ese país, donde se le considera precursor de la independencia
El secreto de las piedras

Hace unas semanas recibí desde Rágama un mensaje de Jesús Alberto Suárez Cantalapiedra, incansable explorador, junto a sus hermanos, de la Castilla profunda. Era tan breve como enigmático: un «esto te gustará» y la fotografía de una humilde inscripción en recuerdo de «Francisco ... de Carvajal, legendario personaje llamado el 'Demonio de los Andes' como maestre de campo de Gonzalo Pizarro. En la segunda guerra civil del Perú, fue un magnífico estratega que, junto a rasgos de valor y tenacidad comunes a otros capitanes de la conquista, hizo gala de crueldad acompañada de un peculiar sentido del humor».
Salvo honrosas excepciones como ésta, resulta incomprensible que la tierra donde se gestó una de las mayores empresas históricas de todos los tiempos, considerada la primera globalización, haya decidido ignorarla y vivir de espaldas al Nuevo Mundo que surgió.
Carvajal hizo correr ríos de sangre y, tras su muerte, torrentes de tinta en el Perú, donde perdura su legendaria fama, aunque en España sea un perfecto desconocido. El peruano Ricardo Palma escribió de él: «Es una especie de ogro, un tipo legendario, un hombre enigma. En nuestra historia colonial no hay figura que más cautive la fantasía del poeta y del novelista. Grande y pequeño, generoso y mezquino, noble y villano, fue Carbajal (sic) una contradicción viviente». Otros destacan que «no conocía el peligro ni la fatiga, y eran tales la sagacidad y recursos que desplegaba en las expediciones, que el vulgo creía tuviese algún diablo familiar». Sus soldados lo consideraban «un ser sobrenatural».
El 'Diccionario Biográfico del Perú' le dedica más atención que a Carlos II y Carlos III juntos y resalta su frialdad: «nada alteraba su ánimo ni la tranquilidad de su semblante» o que fue el más temido de los rebeldes. Y aún hoy cabalga orgulloso en las etiquetas del afamado pisco Demonio de los Andes. Si se «reencarnara en alguna bebida, dada su fortaleza, vitalidad y sentido del humor, podría hacerlo como pisco», afirman desde la destilería.
Su genio dejó innumerables anécdotas como estudiante de Leyes en Salamanca, consagrado al juego y las mancebías. Agotado el dinero, marchó a Italia como militar y combatió en Rávena o Pavía. Cuentan que pensó en tomar los hábitos cuando sirvió al cardenal Bernardino de Carvajal, del que tomó el apellido -el suyo era López Gascón-. Incluso circuló la leyenda de que era hijo de César Borgia. La astucia sin límites de Carvajal brilló en el Saco de Roma, al lograr 1.500 ducados de un escribano por el rescate de su archivo, previamente escondido.
Viajó a Nueva España y en 1536 fue enviado al Perú para aplacar la rebelión del Manco Inca. Rápido destacó por su carácter y dotes militares y llego a ser alcalde de Cuzco. En la salvaje guerra entre conquistadores ganó todas las batallas. En la de Chupas (1542), ante una letal artillería, «se quitó la celada y coraza y las arrojó al suelo diciendo que no acertarían a matarle». Al grito de «¡mengua y baldón para el que retroceda!», logró una victoria casi imposible. Visto en Perú como un precursor de su independencia, animaba así a Gonzalo Pizarro a proclamarse rey: «Harto mejores son vuestros títulos que el de los reyes de España ¿En qué cláusula de su testamento les legó Adán el imperio de los incas?».
Inflexible, ejecutó a cientos de traidores y enemigos, confortados por su ácido humor. Al linajudo Pedro del Barco le dijo: «en atención a su categoría, elija la rama del árbol en que prefiera ser colgado». María Calderón, esposa de un capitán enemigo, soliviantó a la población contra Pizarro. Tras ignorar las advertencias de Carvajal, la visitó «con unos negros que siempre le acompañaban y, al decirle que iba á que le diesen garrote, creyó ella se burlaba tratando solo de amedrentarla». Los negros cumplieron la orden y la colgaron de una ventana. Al irse, se despidió así: «Señora comadre, si de esta no escarmienta vuesa merced no sé qué me haga». Aunque hay quienes defienden que no fue tan bárbaro y cruel como lo pintan.
Su final lo aguardaba en Jaquijaguana (1548). Aunque, a decir verdad, no sufrió una derrota sino la deserción en masa de sus tropas al bando de Pedro de la Gasca, milagroso pacificador del Perú que descansa en la vallisoletana iglesia de la Magdalena. ¡Y murió como vivió! Cuando, rodeado, iban a matarlo, lo salvó el capitán Centeno, vencido por el ragameño en varias batallas, al que le dijo con orgullosa sorna: «¡Por mi santo patrón!, como siempre vi a vuesamerced de espaldas, no le conocí viéndole la cara».
Al escuchar su condena a ser arrastrado, descuartizado y a cien muertes, respondió: «Con una sola basta». Colocado en un cesto tirado por mulas para ir al suplicio, soltó una carcajada y se puso a cantar y, cuando la muchedumbre trató de despedazarlo, gritó con estremecedora sangre fría: «Ea, señores, paso franco. No hay que arremolinarse y dejen hacer justicia». Al fin, ante el verdugo Juan Enríquez, le dijo con una sonrisa: «Hermano Juan, trátame como de sastre a sastre».
Su cabeza, con la de Gonzalo Pizarro, acabó en la picota en Lima y su cuerpo, hecho cuartos, en varios caminos de Cuzco. Así terminó a los 84 años, tras cruzar seis veces los Andes «comiendo y durmiendo sobre el caballo», este indómito castellano. Hombres como él forjaron uno de los mayores imperios de la Historia. Una empresa que parecía imposible, salvo para ellos, en cuyo diccionario, sencillamente, esta palabra no existía.
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