Artes&Letras / Hijos del Olvido
Cesáreo Fernández Duro: de Zamora, la mar
Personaje capital en la Armada española, como historiador y geógrafo tocó todos los palos hasta completar una bibliografía de más de trescientos títulos

«Mediada la calle de Santa Clara, arteria comercial por excelencia de la capital zamorana, el viandante se topa con una placita que llama la atención no por sus dimensiones, ni por su especial porte o por su ajardinado suelo, sino por hallarse en ella, ... en un entorno y basamentos poco presumibles, un ancla de barco sin el menor atisbo de garreo desde hace décadas». Así o cosa similar podría recoger cualquier guía de Zamora la sorpresa que a uno le produce que en una ciudad tan poco marinera como la Zamora de Viriato haya una plaza de la Marina o un monumento a un insigne nauta, hijo dilecto del lugar. Pero así son las cosas. Y no se trata, además, de un marino cualquiera, sino de un personaje capital en la historia de la Armada española, a la altura de Blasco de Garay o Luis de Córdova y Córdova; y mayúsculo, como poco, en la propia Historia de España. Se llamaba Cesáreo Fernández Duro y ésta fue su vida.
Nacido en Zamora en 1830, a Cesáreo lo pretérito parecía atraerle desde niño. Siendo aún un imberbe, disfrutaba recopilando datos y pinceladas del pasado de su ciudad y la comarca. Y con apenas diez años fue enviado a Madrid a cursar estudios. No hay ninguna fuente que dé razón de qué o quién despertó en aquel joven de lo que hoy -y entonces, no se engañen- llamamos la España vacía, una tan clara vocación marinera; y no parece plausible que fuera el Manzanares. Pero lo cierto es que con quince años solicitó una de las 80 plazas de «Aspirantes» que ofertaba el recién inaugurado Colegio Naval Militar de San Fernando, en Cádiz, y hasta aquellos sures partió.
En aquel colegio destacó por sus dotes para el estudio, para la escritura, para la matemática y para la investigación. Con uniforme de guardia marina de segunda, graduado, embarcaría en el ‘Isabel II’, una fragata a vapor, con destino a Cuba; y poco después en el ‘Soberano’, un viejo cascarón de esos que curten a primera vista, no como el amor. Filipinas, la isla de Zamboanga o la de Joló, allá en el Pacífico, fueron sus primeros destinos navales. Esta última fue asaltada por la armada española para liberarla de la piratería mora allí instalada. Al joven marino español su arrojo y valentía le valieron la Cruz de San Fernando de 1ª Clase y la de Joló. Serían las primeras de muchas.
Aunque terne y joven aún, Cesáreo Fernández Duro ya había dado sobradas muestras de su valía no sólo como militar sino como hombre de ciencia, como geógrafo y como erudito en ciernes. A su regreso a la península, fue enviado a Canarias como personal de la Comisión Hidrográfica que habría de levantar los planos de tan afortunadas islas. Era 1852. De ahí pasó a formar parte del buque escuela ‘La Ferrolana’, una corbeta que le permitió navegar por el Mediterráneo y el Atlántico para empaparse de Italia, Francia y Portugal. Suya sería la revisión y ampliación del ‘Tratado elemental de la Cosmografía de Císcar’, una obra fundamental en la formación de la marinería española de aquel tiempo… y de ahora.
Como marino metido en aguas quizá viviera su época de mayor trajín a bordo del ‘Ferrol’, un vapor en el que, como teniente de navío, hizo campaña en Marruecos y junto al que a punto estuvo de perecer cuando regresaba a España con la indemnización de guerra cobrada al sultán marroquí. Pero ya escribió Virgilio en La Eneida que ‘audaces fortuna iuvat’, y a audacia pocos podían ganar al aguerrido zamorano.
De nupcias tardías para la época, Fernández Duro pasó a las Antillas, de nuevo, del brazo de su esposa Dolores, hija de coloniales cubanos. Fue su vida larga y próspera (demasiado tal vez para encerrarla en este humilde piélago de papel), llegando al rango de capitán de navío y a ser elegido por el propio rey Alfonso XII como ayudante de campo en la Campaña del Norte (1876).
Como historiador y geógrafo tocó todos los palos hasta completar una bibliografía de más de trescientos títulos (algunos de sus colegas veían un milagro no ya que no hubiera perecido ahogado en la mar, sino entre sus papeles). Títulos que abarcan su saber marinero, sus conocimientos del derecho marítimo, su amor por su tierra natal, las evocaciones de ilustres colegas como Colón y los Pinzones, Mateo de Laya; una refutación del texto del conde de Roselly que, como buen francés, quiso ponderar el genio del Almirante de las Indias en contraposición a la reina que a los franceses -y a algunos estúpidos españoles- más excita en su animadversión, nuestra reina Católica; y hasta una novela, ‘Venturas y desventuras’, en la que asoma nada menos que ‘la cocina de El Quijote’. Todo un César de las letras este Cesáreo.
Nuestro hombre expiraría en Madrid en 1908 y su esposa, sobre su mismo ataúd, el mismo día. Amor más allá de la muerte… Sus restos descansan en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando (Cádiz). Los restos de un marino… ¡de Zamora!
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