Mi primer Sant Jordi... como premio Nadal
Llovió, granizó y sopló un viento que hizo volar tenderetes de libros, pero escritores y lectores nos reencontramos en Barcelona con la ilusión de estar recuperando todo el tiempo arrebatado

En una de las muchas cartas que envió a un destinatario siempre cómplice, pero sobre todo lector, desde su casa de Amherst (Massachusetts), Emily Dickinson escribió: «¿Tiene usted flores y libros, esos consuelos para el dolor?». Y de eso, precisamente, de flores y libros, ... libros y flores, se llenan las calles de Barcelona cada 23 de abril. El Día del Libro coincide habitualmente con la entrega del premio Cervantes en Madrid , por lo que siempre había visto aquella realidad como un ensueño. Pero este año, repleto para mí desde el pasado 6 de enero de primeras veces, de quimeras alcanzadas, he podido vivirlo en primera persona, y no a través de los relatos de otros autores, editores, libreros, amigos.
Eso de narrar con la resaca de una experiencia inolvidable aún en la retina, ni siquiera ya en la memoria, es una responsabilidad enorme. Se apoderan de ti los adjetivos accesorios, prescindibles, y pierdes la perspectiva. Aunque este Sant Jordi era, lo fue, tan especial que cuesta ser objetiva. El pesar acumulado, la distancia insalvable, las mascarillas hurtadoras de sonrisas, requerían de un alivio inmenso, de un reencuentro, tal vez definitivo, entre escritores y lectores. No importaban los pronósticos, ni los meteorológicos, poco optimistas, ni los económicos, no más alentadores. Por algo es Sant Jordi una suerte de San Valentín, pero auténtico, sin artificio, sólo con rosas. Y libros.
La yincana empezó temprano. A las nueve de la mañana del sábado un tropel de autores acudimos al desayuno, esta vez celebrado en el Ayuntamiento, con el que, previo pregón, da comienzo la Diada. Tras el ceremonioso silencio, las charlas y los primeros cafés de una jornada maratoniana. Ocho firmas tenía por delante, lo mismo que la mayoría de autores. De hora en hora, de librería en librería, de puesto en puesto. Combatía el nerviosismo, el vértigo de estar a la altura de tan altas expectativas, sonriendo. No me he desprendido de esa sonrisa desde que gané el Nadal con 'Las formas del querer' .
Los primeros lectores ya llenaban las calles con una certidumbre: lograr ver a su escritor favorito, pese a las colas. Hubo muchas, y bien largas. Todo el Paseo de Gracia, cortado por primera vez para esta cita, era una riada de gente. Hasta que se puso a granizar. Dicen los que llevan tantos como hasta veinte Sant Jordi a sus espaldas que nunca había pasado. Pero para todo hay una primera vez. Que me lo digan a mí. El refugio de los libros, de las palabras, fue esta vez literal.
Emoción
Al otro lado, observaba a los estoicos caminantes, con sus bolsas empapadas, a la intemperie, mirando el mapa de firmas como si fuera el del tesoro. El granizo dejó paso a la lluvia, constante, y al viento, que se llevó por delante algún tenderete, pero los lectores no desistían. Emociona y conmueve, también, que haya quien sea capaz de esperar horas para que le dediques tu novela. Que haya quien se pase el día buscándote. Que haya quien venga desde el Valle de Arán sólo para verte. Que haya quien se recorra Barcelona para comprarte una palmera de chocolate.
Carmen y Emilio, dos viudos que se conocieron en un grupo de duelo, me demostraron, una vez más, que la lectura es una forma preciosa del querer. Lo mismo que el joven, entre tímido y osado, que, tras la firma, me pidió el bolígrafo y me dijo: «Si esto me sale bien, será gracias a ti». Acto seguido, apuntó un teléfono en un trozo de papel amarillo, se fue y, al rato, volvió con una rosa en cuyo envoltorio había pegado el papel y se la regaló a la chica de la librería. «Qué pena, tengo pareja», me dijo ella cuando él se marchó. En mi cabeza, ya iban camino del altar. Es lo que tiene la ficción, que hace más habitable el mundo, el inventado y el real.
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