A LA CONTRA
Los inventos modernos
El telégrafo, la radio, el coche, el avión... Igual que ahora con las redes, todos esos hallazgos fueron vistos como el fin de la humanidad
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Las redes sociales son el mal y acabarán, de no acabar antes nosotros con ellas, con la democracia, con la moral y con todo lo bueno, en general. Por eso las abandonan ministros preocupados por la concordia, periodistas contra la desinformación y los bulos, activistas ... de todas las causas justas por orden alfabético y feministas de cuarta o quinta ola (la que sea).
Transresilientes, antifascistas, disidentes sexuales, ecodeprimidos y Stephen King. Las redes sociales y el algoritmo son un invento del demonio, alerta tecnofascistas, y nunca nos vimos en una igual. ¿Nunca?
A mediados del siglo pasado, los titulares de los periódicos alertaban de la ‘fotomanía’ y de cómo la ciudad se llenaba de imágenes de rostros desconocidos que pretendían satisfacer su vanidad. Para entonces, se habían acelerado los procesos de la fotografía y esta empezaba a ser más asequible para el gran público, que caía rendido e ignorante ante este peligro, aunque habría que esperar hasta 1988 para que George Eastman y su Kodak la democratizasen definitivamente.
En ese momento, serían los fotógrafos profesionales, los señalados antes por alimentar la soberbia de la sociedad, los que se echarían las manos a la cabeza y alertarían a sus conciudadanos de los peligros que se venían encima (ahora sí), porque se haría un uso «depravado e irresponsable» de ella y habría «demasiadas fotografías», muchas de ellas, claro, obscenas e indecentes. También en esos años el teléfono era responsable de otra «enfermedad moderna»: la telefonomanía.
En 1909, desde las páginas del ‘Grand Forks Herald’, se alertaba a las mujeres de los peligros de la literatura moderna: «las mentes se empobrecen»
Así titulaba el ‘New York Tribune’ un artículo en 1887, en el que apuntaba que era uno de «los últimos resultados negativos de los inventos modernos», y uno de los grandes temores de los conciudadanos de aquellos afectados, «aunque ellos viven con frecuencia ignorando felizmente su dolencia». El ‘San Francisco Chronical’ iba un poco más allá y, en un artículo en el que «desenmascaraba» al teléfono, apuntaba que supondría «el fin de todo secreto: problemas para los amantes».
Ni siquiera las novelas se libraron de ser señaladas como una forma terrible de entretenimiento («nunca es bueno excitar demasiado la mente o el corazón», escribían bajo el epígrafe «demasiada lectura» en 1863).
Incluso fueron señaladas como causa de suicidio o agresiones, como más tarde ocurriría con los videojuegos o los juegos de rol. ‘The Boston Globe’, en marzo de 1884, las definía como «uno de los graves problemas sociales de la época» y explicaba que «la avalancha de novelas baratas, hazañas maravillosas y protagonistas inexistentes» estaba contribuyendo a «corromper a la juventud», y reclamaba leyes más estrictas que salvaguardasen la moral.
En 1909, desde las páginas del ‘Grand Forks Herald’, se alertaba a las mujeres de los peligros de la literatura moderna: «las mentes se empobrecen». «Lean solo un libro al mes», recomendaban, «de manera lenta y pausada» porque las novelas «son como los dientes de león, pueden parecer buenos al principio pero luego crecen y solo causan daño y disgusto».
La lista de «inventos modernos» que asustaron a la sociedad de su época y amenazaron con corromperla y destrozarla, sumirla en el caos y la injusticia, es inabarcable: desde el telégrafo a la radio, de la música al cine, sin olvidar el coche, el avión, la bicicleta, o la electricidad. No son mucho más agoreras las profecías actuales sobre nuestro destino debido a la influencia perversa de las redes sociales y los algoritmos que las de nuestros antepasados por las novelas, el cine o el jazz. Ni los ositos de peluche se libraron: de seguir comercializándolos, aniquilarían el instinto maternal de las niñas y supondría el suicidio de la humanidad.
Maldito seas, Twitter. Y maldito Teddy.
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