El ADN artístico de Turner
El Prado recibe al pintor británico en una espléndida muestra en la que, a través de 80 obras, se mide con los maestros que tanto le influyeron y con los coetáneos con quienes rivalizó
El cielo amanecía ayer en Madrid muy magrittiano (azul y con nubes), pero por la tarde se fue tornando turneriano (ventoso, plomizo, tormentoso), en honor al protagonista del día, con permiso claro, de José Saramago.
Cuando Joseph Mallord William Turner ingresó a los 14 años como estudiante en la Royal Academy de Londres, su director, Sir Joshua Reynolds —otro de los grandes pintores británicos—, animaba a sus alumnos a estudiar las obras maestras de sus predecesores. Un adolescente Turner siguió a rajatabla los consejos de tan insigne profesor: los estudió a fondo, los escudriñó, los reinterpretó a su manera, se midió con ellos, les rindió homenaje... Y de ese cara a cara con la Historia de la Pintura nació uno de los mayores paisajistas que ha dado nunca el arte.
Ya en los años setenta se intentó en Gran Bretaña enfrentar en una exposición a Turner con sus maestros, pero se descartó el proyecto por considerarlo de alto riesgo: se creyó que peligraba su reputación, por si no aguantaba la comparación. Pero David Solkin —director adjunto de The Courtauld Institute of Art y comisario general de esta muestra— no se rindió hasta que en 2002 la Tate Britain aceptó su idea. Tardó siete años en tomar forma. Finalmente se hizo realidad, involucrando para ello a otros dos grandes museos, el Louvre y el Prado. Tras su paso por Londres y París, esta impresionante exposición llega el martes a la pinacoteca madrileña, con importantes novedades. Explica Javier Barón, comisario para España, que el Prado incluye obras maestras del artista que no estuvieron en las anteriores sedes.
Viaje póstumo a España
Pese a que Turner fue un gran viajero, nunca vino a España. Hoy Velázquez y Goya l acogen en su casa. Pero no viene solo. Cuarenta grandes obras de Turner (un eto reunir tanta obra maestra de este artista de culto) se miden con otras tantas creaciones de sus maestros y coetáneos, aquellos artistas a los que admiraba. La idea de la muestra tiene su origen en vida del propio Turner. Francis Egerton, tercer duque de Bridgewater, le encargó un lienzo que hiciera pareja con una obra de Willem van de Velde, el Joven, «Un temporal en ciernes» (1672). La respuesta artística de Turner a ese cuadro fue «Barcos holandeses en un temporal» (1881). Le añadió centímetros al lienzo y dramatismo a la composición. Es sólo uno de los muchos y emocionantes encuentros que mantiene Turner —bien con maestros que le influyeron, bien con coetáneos con los que rivalizó— en esta exposición, patrocinada por la Fundación AXA y que cuenta con la colaboración de la Comunidad de Madrid.
Turner gestó su ADN artístico apropiándose del ADN de otros artistas. El principal, Claudio de Lorena. Tanto lo admiraba que incluso en su testamento Turner dejó expresa voluntad de que sus cuadros se expusieran junto a los del pintor francés. Eso es pasión y no la de los gavilanes... «Paisaje con Jacob, Labán
y sus hijas» fue quizá la obra de Claudio de Lorena que más admiraba. Cuelga en el Prado junto con la copia que hizo Turner. Con una diferencia: éste sustituyó las figuras bíblicas por personajes mitológicos de la «Metamorfosis» de Ovidio algo que repetirá en otras ocasiones. Es sólo el primero de muchos intensos «tête» a «tête» que mantienen ambos pintores en el Prado. Pero también hay maravillosos diálogos con Ruisdael, Canaletto, Constable, Tiziano, Veronés, Poussin, Rubens, Rembrandt, Teniers, Watteau, Gainsborough, Wilkie... De unos toma las composiciones, de otros su paleta dorada, sus efectos luminosos. A Rafael —con quien se identificaba— lo pintó en una vista de Roma desde una balconada del Vaticano, presente en la muestra.
Las creaciones de Turner son tan arrebatadas, convulsas y dramáticas como los temporales, los golpes de mar, los naufragios, las tormentas de nieve que pinta. Hijo de un barbero, se convirtió en un coloso, un pintor brutal. Pocos artistas como él atraparon en un lienzo tanta poesía visual. Si no es porque sabemos que no creía en Dios, diríamos que sus óleos y acuarelas estaban tocados por la mano divina, como Miguel Ángel. Pero el único dios en el que Turner creía era la Naturaleza, que consideraba sublime, y que él pintó con todos sus disfraces posibles: serena, bella, feroz, desatada... Abrazaba la idea de comprender lo incomprensible.
«La atmósfera es mi estilo», decía Turner. Con los años, la luz se vuelve más evanescente en sus trabajos y entra en discusión con la «Teoría de los colores» de Goethe. Las formas se difuminan en sus cuadros hasta hacerse casi imperceptibles, la luz se torna cada vez más cegadora (semejan velados fotográficos) y cruza de arriba abajo sus lienzos, como si los rajara. Maravillosa, su «Tormenta de nieve», de la Tate, que parece un rothko en negros, grises y ocres. A Turner la historiografía lo sitúa como precursor del expresionismo abstracto. «Le hubiera horrorizado», apunta Solkin. Pero sus últimas composiciones son pura abstracción. Como el maravilloso «Paz. Sepelio en el mar», conmovedor poema elegiaco pintado por la muerte de David Wilkie.
Turner dudó de si su pintura bastaría para entrar en la inmortalidad, junto a sus amados maestros. Después de visitar esta exposición, no cabe ninguna duda. Está con ellos.
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